jueves, 15 de noviembre de 2007

Giongio & gitaigo

Héctor Tirado

En una entrevista de septiembre del 2006 con la periodista Silvina Friera, del periódico argentino La nación, la lingüista y poeta de ese mismo país sudamericano, Ivonne Bordelois, hablando de su más reciente libro, Etimología de las pasiones, dice: “Hay toda una corriente subterránea de la onomatopeya en la lingüística que habrá que ir sistematizando. En el libro arriesgo varios ejemplos, como la G, que señala realidades que tienen que ver con la garganta, entre otras, grito, gruñido o gárgara. Lo curioso es que a veces no sospechamos hasta qué punto las palabras provienen de sensaciones primitivas, como psiquis, alma, que comienza con el sonido “ps”, el soplo de aire que espiramos. Ningún pensador se animó a decir lo que sostuvo Benjamin porque implicaba romper con toda la tradición de la lingüística contemporánea del siglo XX, que se basa en la teoría de la arbitrariedad del signo enunciada por Saussurre. La cuestión que no podemos perder de vista es que las onomatopeyas son testigos del origen encarnadamente corporal de nuestras palabras.”

Es evidente, que en un sentido gramatical, el origen del lenguaje humano no es completamente onomatopéyico, en cuanto a la concepción tradicional de este recurso expresivo se refiere, pues hasta la fecha no se ha tenido noticia de simio alguno que pueda pronunciar estructuras gramaticales como “el sistema solar se encuentra en la Vía láctea”, por ejemplo. Tampoco se ha tenido noticia de cascadas que digan “te amo”, ni de árboles que se pregunten “¿cuál es el sentido de la vida?”. Sin embargo, de esto no se deduce ni induce, necesariamente, que el lenguaje humano se halle en un peldaño superior al de los sonidos que pronuncia el resto de la natura. (Es más, ¿por qué darle tanta importancia a los sonidos que producimos los seres humanos? Si tuviéramos un olfato más refinado y más educado, quizás pondríamos más atención en los olores de las personas con las que interactuamos, para reaccionar de tal o cual manera, sin palabras.) Sólo demuestra que hay cosas que los simios, las cascadas, y los árboles no pueden hacer, así como yo no puedo trepar árboles con rapidez, salpicar, o producir ramas ni hojas. Pues más allá del contexto de interacción humana, nuestros pronunciamientos son sólo ruido, que no obstante, puede surtir un efecto físico sobre las cosas, como, por ejemplo, alterar la composición molecular del agua. Lo cual, además de que no sería una capacidad exclusiva de nosotros, nada tiene que ver con la producción de significados.

Para fines de réplica, se suele esgrimir el argumento saussurriano de que el ser humano sí comprende significados y que los signos que se utilizan para simbolizar estos significados y otras cosas del mundo, producto de una decisión arbitraria —es decir, son convencionales—, mientras que los demás entes de la creación no comprenden significados ni deliberan sobre sus representaciones. También se puede echar mano de las maravillas que el hombre hace con las palabras: códigos legales, novelas, naves espaciales, programas de computación, teorías sobre la organización del universo, registros históricos, etc., para la contra-argumentación. Sin embargo, si el ser humano se proyecta a sí mismo —sutileza discursiva heredada de Nietzsche—, es debido a que “todas las categorías psicológicas (el yo, el individuo, la persona) son consecuencia de la ilusión de la identidad sustancial. Pero esta ilusión remite en primer lugar a una superstición, que no sólo engaña al sentido común, sino también a los filósofos, a saber: la creencia en el lenguaje, y más precisamente en la verdad de las categorías gramaticales. La gramática (la estructura sujeto-atributo) es la que inspira a Descartes la «certeza» de que «yo» es el sujeto del verbo «pienso»: cuando son más bien los pensamientos los que vienen a «mí», y en el fondo, la creencia en la gramática no haría más que traducir la voluntad de ser la «causa» de mis pensamientos. El sujeto, el yo, el individuo son otros tantos conceptos falsos porque transforman en sustancias unidades ficticias que sólo tienen en principio una realidad lingüística” ( Michel Haar, “Nietzsche”, en “La filosofía en el siglo XIX”, de Historia de la filosofía, Siglo XXI, p. 422).

Como un ente más de la naturaleza, el lenguaje, que a lo largo de la historia se ha auto-envestido con medallas de honor como la abstracción (“Las redes para pescar palabras están hechas de palabras”, como diría Octavio Paz), corre peligro de ser considerado una voz más entre la selva. Los significados serían sólo nombres que le asignamos a otras palabras o acciones que se asocian con otras palabras y otras acciones. Es decir, se correría el peligro de que las fronteras entre “sonidos de la naturaleza” y “lenguaje humano” se desdibujasen, y la pregunta acerca de si el origen del lenguaje es una imitación de sonidos de la naturaleza, perdería sentido. ¿Cómo plantear la cuestión teniendo en mientes que los lenguajes humanos no son sino onomatopeyas de otros lenguajes humanos, o peor aún: que sólo se trata de rasa interactividad entre el hombre y lo que le rodea? El valor explicativo no es más que un síntoma de que creemos, y hacemos cosas para demostrarlo, que una forma de existencia tiene más propósito que otra.

Con el lenguaje hacemos cosas increíbles. Pero el resto de las cosas también hacen cosas increíbles. Una cascada no dice “te amo”, pero hace que vibren mis tímpanos, salpica, se arremolina, enfría, cae, etc.

Es curioso, por ejemplo, que recurriendo a las reglas más sencillas de la lógica clásica, puedo construir silogismos correctos, haciendo uso de palabras de origen onomatopéyico. Así, en el silogismo

“todos los cuclillos hacen cucú,

y mi ave Lucas es un cuclillo;

por lo tanto, mi ave Lucas hace cucú”,

se observa que la onomatopeya “cucú” cumple la función de sujeto en la primera premisa, mientras que en la segunda hace la función de predicado.

En Japón, por ejemplo, las onomatopeyas se utilizan con mucha frecuencia en las conversaciones de la vida cotidiana. Caen bajo dos categorías principales: a) giongo o giseigo y b) gitaigo. Giongo o giseigo son las imitaciones de sonidos de la naturaleza en general; mientras que gitaigo son palabras que se pronuncian para expresar estados de cosas, sentimientos o modos en los que se realizan las cosas, y que no se pueden oír. Un ejemplo de giongo sería “pota pota”, que imita el sonido de gotas de agua cayendo. Un ejemplo de gitaigo es “shiku shiku”, que expresa el llorar sin razón aparente, o hacer algo de forma incesante. Además, muchos giongo y gitaigo pueden ser utilizados como adverbios añadiendo la partícula to. Así, “shiku shiku to itamu” significa que una parte del cuerpo duele de forma persistente. En ocasiones, incluso es obligatorio que los giongo o gitaigo vayan unidos a un verbo, como en el caso de “gera gera warau”, que significa carcajear, “niyatto warau”, que significa sonreír, y “kusu kusu warau”, que significa hacer risitas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Por el amor de Diós, y siguen con las tonterías, joven le recomiendo a) Meterce en su camita, b) Pensar en lo que ha hecho y c)No escribir tonterías, o mejor aún, no escribir!

Atte. Su peor enemigo