miércoles, 21 de noviembre de 2007

Video familiar

De los productores vecinos de la poeta Fernanda Toribio, y del vientre creativo de su doncellez y vena poética más pulida, traemos la nueva creación de mr. Speck, quien acaba de documentar los primeros improperios del joven Diego a los teclados y sus primeras andanzas —levíticas, y de cabeza—. Saludos a los padres del bebé sepia.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Jigsaw Falling Into Place. Nuevo sencillo de Radiohead (cortesía de la casa)

Nuevo sencillo de Radiohead, del álbum In Rainbows —dar click en el título de la entrada para enlazarse a YouTube—. El dato se le agradece a su borgeana simpatía, el campechano Wilbert Herrera —grazie, Sire Beaudeveare (cfr. el blog Escribiendo el Sureste, añadido en Puertos Lunares de la barra lateral).
Deléitendese. Atentamente: el regimiento de Luna Navegante.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Giongio & gitaigo

Héctor Tirado

En una entrevista de septiembre del 2006 con la periodista Silvina Friera, del periódico argentino La nación, la lingüista y poeta de ese mismo país sudamericano, Ivonne Bordelois, hablando de su más reciente libro, Etimología de las pasiones, dice: “Hay toda una corriente subterránea de la onomatopeya en la lingüística que habrá que ir sistematizando. En el libro arriesgo varios ejemplos, como la G, que señala realidades que tienen que ver con la garganta, entre otras, grito, gruñido o gárgara. Lo curioso es que a veces no sospechamos hasta qué punto las palabras provienen de sensaciones primitivas, como psiquis, alma, que comienza con el sonido “ps”, el soplo de aire que espiramos. Ningún pensador se animó a decir lo que sostuvo Benjamin porque implicaba romper con toda la tradición de la lingüística contemporánea del siglo XX, que se basa en la teoría de la arbitrariedad del signo enunciada por Saussurre. La cuestión que no podemos perder de vista es que las onomatopeyas son testigos del origen encarnadamente corporal de nuestras palabras.”

Es evidente, que en un sentido gramatical, el origen del lenguaje humano no es completamente onomatopéyico, en cuanto a la concepción tradicional de este recurso expresivo se refiere, pues hasta la fecha no se ha tenido noticia de simio alguno que pueda pronunciar estructuras gramaticales como “el sistema solar se encuentra en la Vía láctea”, por ejemplo. Tampoco se ha tenido noticia de cascadas que digan “te amo”, ni de árboles que se pregunten “¿cuál es el sentido de la vida?”. Sin embargo, de esto no se deduce ni induce, necesariamente, que el lenguaje humano se halle en un peldaño superior al de los sonidos que pronuncia el resto de la natura. (Es más, ¿por qué darle tanta importancia a los sonidos que producimos los seres humanos? Si tuviéramos un olfato más refinado y más educado, quizás pondríamos más atención en los olores de las personas con las que interactuamos, para reaccionar de tal o cual manera, sin palabras.) Sólo demuestra que hay cosas que los simios, las cascadas, y los árboles no pueden hacer, así como yo no puedo trepar árboles con rapidez, salpicar, o producir ramas ni hojas. Pues más allá del contexto de interacción humana, nuestros pronunciamientos son sólo ruido, que no obstante, puede surtir un efecto físico sobre las cosas, como, por ejemplo, alterar la composición molecular del agua. Lo cual, además de que no sería una capacidad exclusiva de nosotros, nada tiene que ver con la producción de significados.

Para fines de réplica, se suele esgrimir el argumento saussurriano de que el ser humano sí comprende significados y que los signos que se utilizan para simbolizar estos significados y otras cosas del mundo, producto de una decisión arbitraria —es decir, son convencionales—, mientras que los demás entes de la creación no comprenden significados ni deliberan sobre sus representaciones. También se puede echar mano de las maravillas que el hombre hace con las palabras: códigos legales, novelas, naves espaciales, programas de computación, teorías sobre la organización del universo, registros históricos, etc., para la contra-argumentación. Sin embargo, si el ser humano se proyecta a sí mismo —sutileza discursiva heredada de Nietzsche—, es debido a que “todas las categorías psicológicas (el yo, el individuo, la persona) son consecuencia de la ilusión de la identidad sustancial. Pero esta ilusión remite en primer lugar a una superstición, que no sólo engaña al sentido común, sino también a los filósofos, a saber: la creencia en el lenguaje, y más precisamente en la verdad de las categorías gramaticales. La gramática (la estructura sujeto-atributo) es la que inspira a Descartes la «certeza» de que «yo» es el sujeto del verbo «pienso»: cuando son más bien los pensamientos los que vienen a «mí», y en el fondo, la creencia en la gramática no haría más que traducir la voluntad de ser la «causa» de mis pensamientos. El sujeto, el yo, el individuo son otros tantos conceptos falsos porque transforman en sustancias unidades ficticias que sólo tienen en principio una realidad lingüística” ( Michel Haar, “Nietzsche”, en “La filosofía en el siglo XIX”, de Historia de la filosofía, Siglo XXI, p. 422).

Como un ente más de la naturaleza, el lenguaje, que a lo largo de la historia se ha auto-envestido con medallas de honor como la abstracción (“Las redes para pescar palabras están hechas de palabras”, como diría Octavio Paz), corre peligro de ser considerado una voz más entre la selva. Los significados serían sólo nombres que le asignamos a otras palabras o acciones que se asocian con otras palabras y otras acciones. Es decir, se correría el peligro de que las fronteras entre “sonidos de la naturaleza” y “lenguaje humano” se desdibujasen, y la pregunta acerca de si el origen del lenguaje es una imitación de sonidos de la naturaleza, perdería sentido. ¿Cómo plantear la cuestión teniendo en mientes que los lenguajes humanos no son sino onomatopeyas de otros lenguajes humanos, o peor aún: que sólo se trata de rasa interactividad entre el hombre y lo que le rodea? El valor explicativo no es más que un síntoma de que creemos, y hacemos cosas para demostrarlo, que una forma de existencia tiene más propósito que otra.

Con el lenguaje hacemos cosas increíbles. Pero el resto de las cosas también hacen cosas increíbles. Una cascada no dice “te amo”, pero hace que vibren mis tímpanos, salpica, se arremolina, enfría, cae, etc.

Es curioso, por ejemplo, que recurriendo a las reglas más sencillas de la lógica clásica, puedo construir silogismos correctos, haciendo uso de palabras de origen onomatopéyico. Así, en el silogismo

“todos los cuclillos hacen cucú,

y mi ave Lucas es un cuclillo;

por lo tanto, mi ave Lucas hace cucú”,

se observa que la onomatopeya “cucú” cumple la función de sujeto en la primera premisa, mientras que en la segunda hace la función de predicado.

En Japón, por ejemplo, las onomatopeyas se utilizan con mucha frecuencia en las conversaciones de la vida cotidiana. Caen bajo dos categorías principales: a) giongo o giseigo y b) gitaigo. Giongo o giseigo son las imitaciones de sonidos de la naturaleza en general; mientras que gitaigo son palabras que se pronuncian para expresar estados de cosas, sentimientos o modos en los que se realizan las cosas, y que no se pueden oír. Un ejemplo de giongo sería “pota pota”, que imita el sonido de gotas de agua cayendo. Un ejemplo de gitaigo es “shiku shiku”, que expresa el llorar sin razón aparente, o hacer algo de forma incesante. Además, muchos giongo y gitaigo pueden ser utilizados como adverbios añadiendo la partícula to. Así, “shiku shiku to itamu” significa que una parte del cuerpo duele de forma persistente. En ocasiones, incluso es obligatorio que los giongo o gitaigo vayan unidos a un verbo, como en el caso de “gera gera warau”, que significa carcajear, “niyatto warau”, que significa sonreír, y “kusu kusu warau”, que significa hacer risitas.

Poemas

Ramsés Ramírez Azcoitia

I.

De repente la fugaz cotidianidad siguió el rumbo de los cantos que azuzan a las palomas, tejas al vuelo y en el piso, arroz de prodigalidad, giraban anillos en el piso de un mil pies; ardorosos de calor en su bizantino aspecto. Conversando con sus partes confundidas en otras voces al mismo ojo se abrían paso.

El ave que ofrenda sus alas como corona de sombra para que nítido sea su velo, cerca la frente una mano que saluda tu imagen con estrecho ardor; sangre mora en él en él viso, y a un lado nos hacemos para que las puertas sean abiertas.

Hermoso es el tilo que conduce a la cámara marital a celebrar las nupcias lejos del despojo; la luz comensal en las sabanas, la risa comensal entre las mejillas;

Nos avisan espadas en el horizonte y las banderas agitan al mar con nuestra partida y en el cielo y en la tierra un imposible movimiento trata de continuarse:

En el aire un beso se deshace y su condición natural de plegaria hace a todos en paz arrodillarse; sale herida, arena en la esperanza.

Quemamos la rutina con erizadas noches, cuernos que secan la voz lampiña de su cacería, irnos en hibrides en barcos del estío, donde las amarras es un instigarse a la nausea. Oh voz olvida la noche que ya regresa el día a soltarlas y con su fatiga la luz de la esposa a consumir el día, entonces eternal vuelve al reposo.


I.


Conciliado el sueño casi

el tumulto espiga

por donde asoma su herida

casi paloma casi cosquilla

pluma y penduló

—carne, tú gula, yo cuerpo—


La silente antigua

en su lecho mineral

haciendo rauda tiza

la noche calina

—carne, tú gula yo cuerpo—


Cayendo a coro leve

en el inmenso cielo que me roe

—carne tu cuerpo, yo gula—


I.


“La insignia del vapor el aire henchía

donde el cigarrillo era fumado.”


Es un error de descripción

pero si el hilo de la narración se desborda

puede enseñarnos un nuevo trazo.


Fuera de ahí los cuerpos,

de los suecos

que no hacen más ligero tu andar,

corre siempre ligera Dulcinea,

para que el antiguo no te alcance con su hechizo.


Acaso despreciaste el bebedizo que hizo desaparecer generaciones?

No!

Cerrabas tus labios con fuerza

para que la nada no te hiciera más nada,

negabas la sopa.


II.


Pero uno tiene que aprender a recordar,

deshacer con el tiempo su ceniza,

volver a su vegetación fénica.


III.


Atrapada Dulcinea

gira en el molino de los locos,

redobla su campanilla


Y el viento yace en los estribos

al más dulce jinete;

perder la memoria

sin acordarse de que muere

encontrando algo de miel en el entorno.


I. Prometeo


Suelo antes del que flota

no puedo hurgar en tu nombre,

una piel de escamosas burbujas

era mi intención

ante la potencia de tu “hola”.


Tu cuerpo alcanza a vibrar

en la colmena de la noche

en la entrada al refugio de lo eterno

—aldaba y acantilado—

en la nitidez de tus ojos

en el número de tu esposo.


Yo sólo la promesa detesto,

olimpo en deshielo,

y con latir mortal

me reconozco en tu ardoroso cuerpo.


Bajo aquella capa, la huella se hundía más

entre los labios de la nieve.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

Tiempo de abrigar

Marco Antúnez Piña

The floor was swept and watered, the lamps were trimmed, fuel was heaped upon the fire; and the warehouse was as snug, and warm, and dry, and bright a ball-room, as you would desire to see upon a winter’s night.

Christmas Tale, Charles Dickens

Hoy, el estado del tiempo presagia una actitud aletargada en la ciudad. El frío, la niebla, la lluvia, el vaho; señales de un inminente invierno y un otoño que desfallece. A falta de sombras en la calle, las criaturas diurnas se comportan como si la noche mantuviera su imperio mientras discurre la tarde. El horizonte desaparece o se torna nubes, negrura de pronta lluvia; el aliento de nieve de montes, barrancos y montañas, toma las avenidas, moja los cristales, empaña los espejos, las gafas. (Ni modo, a hibernar como osos.) Algunos, por cobardía, comodidad o necesidad, emigran a lugares más cálidos, en busca del sol que ya no llega al altiplano, de arenas y paisajes abiertos, de rumores eróticos, del sudor de las costas. Ahí las mujeres gozan de su prolija popularidad y del deseo que son objeto: ellas son las diosas de los mares, pues a ellos pertenece su cuerpo. Nosotros tenemos que justificar nuestra nostalgia por la playa, nuestra búsqueda de la orilla que separa nuestros pasos del infinito, representado por aquel desierto cuya majestad descansa en las olas. Los pocos montaraces que afrontan el cielo gris con abrigos, paraguas y chocolate caliente —aguardiente y caña los underground— tienen la oportunidad de asumir el cambio de carácter, bebidas, accesorios y modos que identifican a la época. Así, en el zócalo de las ciudades aparecen sujetos con atuendos londinenses, mezclas de estereotipos franceses & ofertas “totalmente Palacio”, y uno que otro desorientado que, sin procurar un mínimo de armonía, sin gusto ni disgusto en el atavío, de personalidad evanescente o ignorada, igual usa una gorra con abrigo y botas de hule que saco, camiseta, mezclilla y sombrero de paja. Los acaudalados y los “fresas”, lucen sus prendas de marca más coquetas, quejándose cada vez que tienen ocasión, con cierto aire ñoño, de la inclemencia del clima, de las pozas en los estacionamientos, la ausencia de “ambiente” para fiestas; los demás… bueno, hacemos lo que podemos. Disfrutar de una tarde con orejas y dedos tiesos es la especialidad de la casa. Aun sin el calor del hogar, algunos sabemos disfrutar la seguridad de un techo, de un pan caliente untado con matequilla, de una conversación sosegada, con un tarro lleno de alguna infusión vaporosa avivándonos las manos. El ambiente somos nosotros; el clima no es excusa para disgregarnos, por el contrario: la tertulia nos cobija en el seno de una fraternidad, tan quimérica como fugaz, pero holgada en calidez humana.

Los cafés y las pastelerías se atestan de clientes: azúcares y cafeína apremian para mantener el motor andando. La calle simula una pasarela de bufandas. La precoz Navidad comercial y sus lucecitas pintan de colores el pálido lienzo de los bazares. Rostros diversos se ocultan dentro de las pieles hurtadas, de los sintéticos y las telas. El hogar es un sitio de recogimiento, una estufa para varios —o sea que en estas circunstancias, sólo son racionalistas los solteros (cfr. La segunda parte del Discurso del método—. Muchos se dejan crecer el cabello. Las compañías de cigarrillos dan gracias al cielo tanto como los fabricantes de edredones. Las ubres de las vacas se hinchan, las pobres mugen de dolor y si no dan reparos, es a causa de que están entumidas. Los gorditos se mofan de los flacos que tiritan sin parar. Los flacos que tiritan sin parar, ni siquiera se sienten aludidos. Sencillamente no escuchan, pues en sus oídos anidan pequeños témpanos.

Parece entonces un buen momento para visitar a ciertos alquimistas, sólo para comprarles un brebaje contra el entorpecimiento corporal (un vinito, un té negro, ponche de frutas; lo que guste su merced, sólo pídalo), meterse a la cama con lámpara al costado, leer algún libro, ver una película, una buena serie de televisión, y dormir como un bendito. Hay quienes sencillamente no salen de la cama.

En el Seminario Mayor de Xalapa, el frío se cuela por las paredes de ladrillo, se acumula en las piedras; nadie tiene permiso de usar calefactores, y quien se sienta incómodo en esa situación, más le vale tener un cobertor extra por las noches; los salones se transforman en neveras, y el mejor momento de la mañana y la tarde, es cuando todos acuden a tomar café al comedor. Ahí adquirí la costumbre de acercarme a la boca de la olla, más que para ver mi reflejo en el líquido, para sentir los vapores, fantasmas del calor, acariciándome el rostro.

Durante esta estación, solemos buscar el resguardo de aquello que nos brinda un placer sereno. A mí se me antoja, por ejemplo, Dickens y las empanadas de mi madre. Sus inviernos literarios, aunque nevados, me parecen familiares, honestamente citadinos, y me recuerdan algo del hogar que se mezcla con el fantasma del asma y el sabor de una pasta recién horneada, cuyo manjar interno desnuda un poco de la calma y la seguridad que brindan los padres (“Veamos, haga memoria: un invierno de hace doce años nació en el hospicio un muchacho paliducho que más tarde fue aprendiz de un fabricante de ataúdes y que luego se fugó a Londres...” —Oliver Twist—, “[…] la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto.” —Historia de dos ciudades); Chéjov, por sus cuentos de sombras que rondan la noche, que terminan confesando sus penas a caballos, personajes abrumados por la crudeza glacial de un invierno ruso que no cesa, que sólo recrudece la sensación de orfandad, es una herencia paterna de sólida temperancia e inagotable fuente; T. S. Eliot y su “Viaje de los Magos”, traducida por el Lord Sith Ramón Rodríguez, de la mano de ciertas borrascas de Prufrock, un desdichado que nos refresca con sus dolientes timideces; Rilke, sobre todo el de las Elegías: la sola idea de su aislamiento, de la estancia en el castillo, el fervor espiritual, el dolo de la infancia, la cadencia pausada mas energética que mana de sus versos, sus anunciantes celestes, espectros de la conciencia… todas esas cosas de su poética que poco o nada tienen que ver con el invierno, pero que a mí me encanta leer cuando estoy en mi habitación aterido de frío, no sé por qué. Quizá porque mi radio ya no suena. Sin embargo, ¿a quién le importa todo esto?; hay tantas cosas en el mundo… como la infelicidad de Borges, por ejemplo.

Tal vez la TV sea la mejor opción —y la más popular—; y, si tienen el privilegio de la TV de paga, no haría daño un programa diario de History Channel o Discovery tras un pequeño escancio de The Simpsons, South Park, Frasier, Desperate Housewives, o algún otro programa tan recreativo como crítico. Seinfield; casi me olvido de Seinfield. La autocrítica feroz de la sociedad norte-fronteriza goza de una vena lúdica que ya pocos autores mexicanos —excepto por algunos sureños—tienen la virtud de blandir entre sus recursos más preciados.

(Estas últimas sugerencias obedecen a un principio que me parece fundamental: si vamos a holgazanear, “es mejor saber muchas cosas inútiles a no saber nada”, Séneca dixit.)

Ojalá todos pudiéramos dormir con quien deseamos a nuestro lado. Otros quisieran tener a alguien a su lado. La soledad tiene la desventaja de ser un síntoma ya regular de autoflagelación procedente de un desdoro a cuanto rodea al sujeto. Tengo una tesis al respecto: la culpa la tienen los existencialistas y las lecturas avocadas a la estigmatización. Pero no, ni siquiera somos Rimbaud o Vallejo:

Todos saben que vivo,

que soy malo; y no saben

del diciembre de ese enero.


Pues yo nací un día

que Dios estuvo enfermo.


Hay un vacío

en mi aire metafísico

que nadie ha de palpar:


el claustro de un silencio

que habló a flor de fuego.

(César Vallejo, “Espergesia”)

Es más fácil sentirse un maldito al que el mundo no comprende que serlo. En realidad, pocos tienen el valor de ser uno entre los desdichados hasta sus últimas consecuencias. El egocentrismo al que incitan ciertas corrientes de pensamiento (el solipsismo queda excluido) nos impiden percatarnos de que uno no sufre tanto, que uno no es tan miserable como cree. Siempre habrá personas a las que les va peor que a uno. Somos imperfectos hasta para el dolor; pero nuestra negación de la imperfección llega a tal grado, que preferimos convencernos de lo contrario. Hoy nos ahogamos por desamores tempranos, porque nuestra vida “carece de sentido”. Eso puede ser cierto: puede suceder que nosotros decidimos retirar el don de darnos el sentido al objeto amado (lugar, actividad, persona, animal, etcétera). Algo es “el sentido” de las cosas cuando el sujeto ha decidido alienarse. Pero también puede suceder otra cosa: la vida sigue teniendo sentido, pero sufrimos de un abandono o un rechazo por parte del objeto amado. Así que la verdad sufrimos, tal vez, porque, o bien no le otorgamos el poder de dar sentido a la vida a un objeto que nos corresponda, o bien, porque no gustamos de buscar otro depositario. ¿Qué se siente un vacío cavernal en el ínterin? Es verdad. Pero nunca es tan grave como para morirse. No desde que el romance es un mito desencantado y desacralizado del Occidente europeo.

La verdadera soledad es tan dura que nos insinúa la muerte, convencida de que no la tomaremos. Y no la tomamos ni siquiera cuando el mundo nos ha abandonado.

Hay soledad en el hogar sin bulla,

sin noticias, sin verde, sin niñez.

Y si hay algo quebrado en esta tarde,

y que baja y que cruje,

son dos viejos caminos blancos, curvos.

Por ellos va mi corazón a pie.

(César Vallejo, “Los pasos lejanos”)

Ante un estado de depresión como el que abordamos, no es muy recomendable dejar entrar aves por la ventana —aunque sólo tratemos con tordos, estos pueden ser tan sugestivos como un cuervo—, pues cuenta la leyenda que nos atormentan reiterando nuestro irrevocable desamparo; y eso no resulta agradable. Es poco atractivo cuando te lo dice un completo desconocido. Menos aún si el desconocido es un pájaro.

Por cierto: ¿qué tal Todos Santos?; qué bueno, eso augura una Navidad candorosa. Venimos de los tamales y hacia los buñuelos vamos.

El viento remansa, escamoso de escarcha, la medianoche. El silencio anuncia misteriosos sortilegios, historias de amantes y viajes, de sueños, nacimientos y muertes. ¿Para qué sentarse a esperar otro verano? Este invierno me basta. Su aliento es más vaho. El sonido de la noche asesta su golpe con un arrullo: chipichipi ya anciano, acaso clásico en novelas de tipos alejados del mar, perseguidos por el olvido, la culpa y el escarnio. El frío, creo, seguirá siendo un buen pretexto para el ocio, la escritura y el sueño. Disfrutemos su gobierno: a partir de ahora el Sol no existe. Pero no se ha muerto, sólo anda de parranda.

martes, 13 de noviembre de 2007

La tierra del vacío: la región del dolor, la región del olvido



Marco Antúnez

Mas quem sou eu? Nâo mereço
Isto feito, me abismarei na contemplaçao de Deus e de sua glória,
esquecido para sempre de todas as delicias, dores, perplexidades
desta outra vida de aquém-túmulo.
Manuel Bandeira

La tierra lleva en sus profundidades la morada de los muertos. No importa si se trata de convicción, tradición o rito instintivo de las tribus: el cadáver no debe ser devorado por las rapaces, y devolverlo al polvo de origen, a la oscuridad que lo vio nacer, es el método más recurrido en el orbe. ¿Acaso se trataba del temor por encontrar el mismo destino que sus antepasados, anegados a la putrefacción?; o ¿sencillamente se escondían los desechos corporales por su fetidez, para ocultar la desolación e indigencia corporal a la memoria de las comunidades? ¿Se trataba de simple salubridad, tal vez? Algunos recurrieron al fuego, abandonándose a la disipación de sus cenizas en el viento; otros más a la momificación y la arquitectura funeraria; pero el asunto era el mismo: el verdadero hombre no podía yacer menospreciado, de modo alguno, entre los vivos. La muerte sobrelleva honor: un paso al hondo oscuro que se abre de pronto, el acceso al mundo de la incertidumbre o la iluminación anhelada.
Pero la tierra no sólo aloja muertos, sino que se trata de muertos que persisten en su desastre eternamente: la virtud del difunto es su aproximación al infinito («¡Repta hacia la tierra, tu madre! ¡Ojalá que ella te salve de la nada!» —Rig Veda, X, 18, 10). Una nada infinita, o un todo infinito: evocación del vacío o canto terreno de la vida perenne. El problema radica en saber cuál de los dos nos depara la muerte: el reino de los justos o el de los indignos. No hablamos, pues, de un ave que pierde la vida al planear y que desciende en picada al suelo, sino de un ave que sólo vuela cuando ha muerto: para el hombre que no cumple con su parte, que desperdicia la dote que comporta la sola vida y el talento de pensarla animal o humanamente (la primera la más digna), el castigo que le espera de frente es poco esperanzador. Nos referimos a la vida —o la muerte— después de la muerte. Nos referimos al horror y el abandono: los últimos escollos del alma consumida, el temor a la continuidad inmerecida.
La epopeya del Gilgamesh es el primer texto que plantea la tragedia humana de la busca incesante de inmortalidad corporal como afrenta al destino celeste, así como máxima inquietud y avatar fundamental del ser humano, y también es el primer testimonio que señala a la inmortalidad como responsabilidad del sujeto interesado: ser autor de una obra memorable, que persistirá en la conciencia de aquellos que se maravillen de su sola estampa, es la tarea del hombre.
La mortalidad no detendrá el paso de su ser, sino que le devolverá el misterio, esta vez compartido con la tierra, por la propia manufactura del ser humano. La transformación de la realidad; he ahí el verdadero culmen de la paz: el mundo nacerá con la marca invaluable de nuevas protuberancias rocosas, matices, colores, nuevos túneles de luz en montañas artificiales finamente decoradas, en restos de garabatos, de firmas en las vasijas, de rostros reflejados en la piedra. Es la piedra entonces un recuerdo del individuo y la tierra, un presente prolongado entre el hombre y el mundo hasta que la erosión los separe; un cuantioso bosque de piedra que simula un ejército de postrados que (re)niegan su caída, que se rebelan y luego descansan en el derrumbe: la vida del hombre es, en todo caso, un fracaso ontológico que se solaza en su perecer, que hace, de su ruina, un arte. Es el oficio del descenso, por llamarle de algún modo. «La vida del hombre sobre la tierra es una perpetua guerra» (Job, 7:1), y cada batalla es una afrenta contra el destino, una reconciliación —o profusa negación— con la insignificancia de la propia existencia. Es la existencia lo que le va en juego al ser humano, sabedor del devenir: la consciencia de algo más vasto; acaso apenas la memoria o el ojo de un cuerpo inefable.
La mitología de todas las culturas ha planteado la existencia de una «morada de los muertos», e incluso diversas estratagemas para la pervivencia del espíritu en el «Otro Mundo», al que se subdivide en cuatro regiones: a) plenitud o felicidad; aquí se ubican todas las formas gratas de vivir tras la muerte (Paraíso, Nirvana); b) rehabilitación; la zona donde los espíritus se recuperan (Purgatorio); y dos zonas que despiertan sospecha, miedo y tensión moral: c) la del dolor, y d) la del olvido. Las dos primeras tienen la esperanza de la tranquilidad después de la muerte. Las últimas dos no: evocan la sensación del no ser en sus expresiones más espantables, a saber, la imperfección de las almas (su disposición al daño y el sufrimiento, verbigracia) y la nada, la separación absoluta del ser, manifiesta en la anulación del paso sobre el mundo. Borges anticipa su preferencia por la disipación en el polvo, citando a Quevedo; pero su petición es análoga a la paz del durmiente, más que al deseo del olvido. (Acaso el hartazgo es más profundo que el temor a la muerte.)
En el principio, el castigo era la nulidad terrestre, el olvido del colectivo humano o la revocación de la huella de entre los seres que lo circundan: todo acto derogado de los registros de la caverna; o bien, la ceguera de los habitantes de la caverna, compartida al «Alma Universal» (el Ser en los inicios animistas de la religión). Se trataba de una supresión del hecho físico que sirviera al enemigo como constancia ante divinas autoridades, ante la potestad del infinito —conocida o desconocida, siempre como pálpito de lejanías o silencio de la llama—. Mas el reino no tenía fronteras que dividieran el espacio entre «buenos» y «malos»:
He ahí lo peor de cuanto pasa bajo el sol: que haya destino común para todos;
así, el corazón humano carga pleno de maldad, y lo habita la locura mientras vive, y su final, con los muertos…
Pues mientras uno sigue unido a los vivientes tiene partida segura,
pues vale más perro vivo que león muerto,
porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos, no saben nada,
y no hay ya paga para ellos, pues se perdió su memoria.
Tanto su amor como su odio, sus celos, ha tiempo que pereció,
y no tomarán más nunca parte de cuanto pasa bajo el sol.
(Qóhelet, 9: 3-6)
La causa de que buenos y réprobos persistan en la vida, es la evasión del horror que despierta la posibilidad de que el espíritu se anule. Para los réprobos no existía, como se creerá más tarde, una antítesis material del Paraíso, sino una erradicación de toda huella, como intuyó el emperador de la dinastía Quin, quien ordenó la destrucción de todos los documentos que testificaran la historia y las personas que lo precedieron. El infierno por entonces tenía tintes de un estado non grato en un limbo lejano y ajeno, donde algunos sufrían dolores y espantos, mezclando a espíritus de diverso talante y desemejanzas morales.
Llegar a salvo tras la muerte no es tarea fácil. Hay que llevar dos monedas para el Caronte, dicen los griegos. Esto es algo que se puede solventar, claro está; pero los egipcios, por ejemplo, concebían el trance como algo más complejo, e idearon un manual y cortejos fúnebres especiales para la ocasión. Tal vez uno de los trances más fantásticos que se han documentado.
La conservación del cuerpo también es una nota mortuoria presente en muchas culturas. Con esta necesidad nace una de las artes forenses —y alquímicas— más significativas: el embalsamamiento. Este negocio llegó a ser muy lucrativo entre los egipcios. Incluso, para este mercado, los embalsamadores confeccionaron catálogos miniatura, modelos de momias a escala. Ya desde entonces, una persona podía escoger cómo quería a su muerto para el entierro.
Lo importante era llegar. Luego, terminar en el lugar adecuado. La ventaja para los muertos era el descanso del cual gozaban mientras se encontraban en las profundidades de la tierra. Pongamos el caso concreto de la invocación desde el más allá bajo la tradición judeo-cristiana, atendiendo a una situación entre el fallecido Samuel y Saúl.
El muerto reposa; pero ante la ruina de su pueblo es evocado desde su tregua de mundo, un sueño persistente y perpetuo de serena dulcedumbre, de silencio: «“Veo un espectro que asciende desde el seôl”, dijo la anciana. Saúl le preguntó: “¿Qué aspecto tiene?” Ella respondió: “Es un hombre anciano que sube envuelto en su manto.” Comprendió Saúl que se trataba de Samuel, y se postró con el rostro al suelo. Samuel habló a Saúl: “¿Por qué me perturbas evocándome?” Saúl contestó: “Me abruma gran angustia; la guerra se mueve hacia mí por los filisteos, Dios me ha abandonado, y no me responde ni en boca de profetas ni en los sueños. Te llamo de entre los muertos para que me indiques lo que debo hacer.”» (1 Samuel 28:13-16).
Dormir y no soñar es vivir sin misión, es un (no) vivir en el vacío. Así, en castigo al apóstata Saúl, todo el pueblo se ve inmerso en un escarmiento terrestre donde los filisteos tomarán al pueblo de Israel. Aquel que viene de entre los muertos sólo corrobora lo que de antemano dictó la palabra de Dios. Su mensaje es desolador, carente de paz. Hay, sin embargo, una peculiaridad: Samuel, quien sí obedeció los preceptos de Yahweh, descansa en su sueño fecundo de tierra, preparando la leyenda del Cristo que bajará para despertar a los muertos.
El castigo tiene dos manifestaciones, que corresponden a quienes desobedecen o afrentan a Yahweh (Saúl verbigracia), como lo atestiguará más adelante el libro de las Lamentaciones: a) flagelaciones y desastre, ya como heridas en los sujetos o represiones y pérdida de la libertad para gozar de las promesas divinas, un cese de la providencia con repercusiones sociales dirigidas al «pueblo del Señor» ante la insubordinación o la disidencia —sea el caso de una situación como la guerra.
b) En el caso del dolo espiritual encontramos un silencio que se hermana con el desamparo. El silencio, en este punto, es el más lastimoso de los castigos, e incluso una tortura social comúnmente aceptada (la famosa «ley del hielo»); y ¿cómo no podría serlo si Dios mismo la ha empleado con sus hijos más amados? Se trata de una ausencia de misterio. El hecho mismo de que Dios no se manifieste en sueños prevé un letargo en blanco, un dormir llano, sin voces, sin recuerdos, sin intuiciones ni enigma y, por lo tanto, sin insinuación de sacralidad. Soñar siempre ha sido la mayor de nuestras virtudes.
Es hasta que Dios se in-corpora (se hace uno con un cuerpo) y se encuentra hendido por la calamidad de la carne que el muerto es levantado de su sueño, para perdón no sólo de los pecados, sino para tener en plenitud lo que el sueño nos ofrece:
El seôl, allá abajo, se estremeció por ti
saliéndote al encuentro;
por ti despierta a las sombras
a todos los jerifaltes de la tierra:
hace levantarse de sus tronos a los reyes de todas las naciones.
(Isaías, 14:9)
O bien:
Yahweh da muerte y vida,
hace bajar al seôl y retornar.
Yahweh enriquece y despoja
abate y ensalza.
(1 Samuel, 2: 6-7)
En el sospechoso libro de la Sabiduría, más griego que hebreo, se reitera esta omnipotencia thanática de Dios:
Pero tú tienes el poder sobre la vida y la muerte,
haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir
(Sabiduría, 16: 13)
La promesa de la resurrección de las almas es explícita, en el Antiguo Testamento, sólo al final, en el libro de la Sabiduría. (Hay quienes no aceptan su inclusión en el corpus bíblico por diversos argumentos que, simplificados, se reducen a problemas de doctrina y filología.)
El poder divino se hace patente incluso en aquella oscuridad, en esa mansión silenciosa de paz o dolor, según sea el caso, consolidándose como un Dios vivo, por oposición a las imágenes carentes de movilidad que adoraban las culturas aledañas: «¿qué hombre ha oído como nosotros la voz del Dios vivo hablando del medio del fuego y ha sobrevivido?» (Deuteronomio, 5: 26). El profeta Amós, en la caída del santuario, narra la siguiente visión:
Vi al Señor de pie junto al altar
y dijo: ¡sacude el capitel
y que se desplomen los umbrales!
¡Hazlos trizas en las cabezas de cada uno,
y de lo que de ellos quede lo mataré yo a espada:
no huirá de entre ellos un solo fugitivo
ni un evadido escapará!
Si fuerzan la entrada al seôl,
mi mano de ahí los tomará;
si suben hasta el cielo,
yo los haré bajar de ahí
(Amós, 9: 1-2)
Dios es un justiciero cuyos heraldos portan mensajes de ira celeste para quienes agravian la ley o el credo divino, y cuya mayor pena es la muerte después de la muerte. Así que, por contraste al castigo del vacío perenne, se contrapone la esperanza del justo:
Pues no has de abandonar mi alma al seôl
ni dejarás a tu amigo ver la fosa.
Me enseñarás el camino de la vida,
hartura de goces delante de tu rostro,
a tu derecha: delicias por siempre.
(Salmos, 16: 10-11)
En el libro de Números (16: 25ss) se narra el castigo a Datán y Abirón por haber incurrido en delito. El castigo radica en que la tierra engullera a todos los habitantes de la casa de Coré y, sin quitarles la vida, hundirlos en el seôl —es decir, vivir despiertos eternamente en las sombras de la tierra. El suelo bajo sus pies se abrió y los hombres de Coré sucumbieron ante la ira de Yahweh; el resto de los sancionados ardieron en llamas (primera insinuación del calor infernal como método para la tortura de los impíos, no sólo como purificación) arrasando consanguíneos y agregados: no son los demonios sino Dios mismo quien atormenta a los réprobos en el fuego eterno. (En este punto del Antiguo Testamento, Yahweh todavía no distingue entre responsabilidad individual y castigo grupal. Las maldiciones se siguen cargando generación tras generación. Será hasta el profeta Ezequiel que se distinguirá entre la culpa del padre como ajena al hijo.) Jacob, en el Génesis, llora a José ante su fingida muerte, asistida por los hermanos del «Soñador». Su dolor es hondo y Jacob pretende bajar «en duelo hasta el seôl» para encontrarse con su hijo (Génesis, 37: 35). Pero ¿cuáles son los textos del Antiguo Testamento que nos permiten formarnos una idea doctrinal del infierno?
Los textos más explícitos son el Libro de Enoc y el Apocalipsis de Baruc, dos textos apócrifos. El primero le da situación geográfica y una visión proverbial en la que se ven inmiscuidos ángeles benefactores que conducen al profeta por sendas plagadas de tinieblas. El segundo, por su fiereza en la anunciación de los castigos por venir. En el libro de Daniel (12: 1ss), sin embargo, se anuncia el levantamiento de los muertos, «unos para la vida eterna; los otros, para vergüenza y confusión perpetua». La geografía del «Infierno» de Dante reconoce cuatro ríos: el Aqueronte, la Estigia, el Flegetón y el Cocito. Consisten en cauces cenagosos de hielo y sangre. Toda claridad es ausente en estos dominios, lo que subrayala incertidumbre y el vacío, el misterio y la tensión de los muertos.
El seôl, en suma, era más bien un depósito de durmientes y no una condena o sufrimiento perpetuo. Lo que diferenciaba a un justo de un condenado, era el modo de habitar este inframundo: unos pernoctando (felicidad), otros con pesadillas (dolor), y otros más despiertos y solos en la oscuridad (olvido). En cierto sentido, esta tradición es semejante al Hades griego. Ésa fue la razón por la cual la Iglesia Católico-Romana ha creído pertinente preservar el libro de la Sabiduría: el libro consiste en una reconciliación entre los extranjeros (Grecia) con la cultura hebrea en temas tales como la vida después de la muerte. Es un juicio poco sólido, pues el hecho de que exista algo análogo a la base fundante de una religión no significa que deba validarse, aunque la tradición lo permita. El argumento de la «apertura» es endeble, y Sabiduría, siendo honestos, no debía pertenecer al conjunto de libros sagrados, sino al conjunto de documentos coetáneos al crecimiento de la religión hebrea.
El Antiguo Testamento sí habla de un infierno, pero no en el sentido actual, sino en uno etimológico: infernus significa, literalmente, «lugar de abajo», o bien, «allá abajo». Carece de todo sentido punitivo o doliente: los castigos a quienes injurian y afrentan a Dios son terrenales, y terminan con una vida de oscuridad en la misma región que habitan los justos.
En Mesopotamia, cuna de las creencias judeo-cristianas, se pensaba que la bóveda celeste tenía un equivalente en los centros de la tierra. Este cielo pagano, reprendían los judíos, era dominado por el Dios Único y Omnipotente. Así, garantizaban la supremacía de su dios, cuya morada eran los cielos «de arriba», que controlaban los de abajo.
La cultura China tenía igualmente su «reino de los muertos» que, por exigencias doctrinales, mutó en una versión del infierno occidental. Este reino se llamaba Di Yu (su equivalente japonés: Jigoku), e impera en sus adentros un rey de nombre Yama. Este reino está caracterizado por la supremacía de las sombras: consiste en un laberinto de mazmorras subterráneas, donde todas las almas son tratadas conforme a los pecados cometidos durante una vida. El alma, de frente a la siguiente reencarnación, es purgada en los calabozos, que ocultan igual un bosque que una cámara de tortura. Sus estratos corresponden al nivel de gravedad y recurrencia del pecado. El arbitrio está a cargo de diez jueces —a cada uno corresponde un pecado diferente—, cuya labor es evaluar y expiar a los condenados. Los martirios consisten en serrar a los pecadores por la mitad, decapitarlos, arrojarlos a un bosque cuyas ramas estaban plagadas por hojas con filos de espada (el Assipatravanna hindú), cortarse en pedazos al ascender por un tronco, o con la hojarasca del suelo, para luego ser devorado por unos perros hambrientos y, una vez pagado el precio de una vida execrable, la deidad Meng Pol brinda un bebedizo del olvido, para volver al mundo material y renacer en la criatura pertinente.
En ambos casos, tanto en la cultura China como en la judeo-cristiana, podemos apreciar una exigencia al exterior: mantener a raya a todos los feligreses, demostrarles lo que les depara si no acatan las leyes, y hacerlo coextensivo a quienes rondan los parajes donde predomina dicha doctrina. Se trata de una busca de coherencia entre el derecho y la religión. El problema es que originalmente el proceso iba de lo religioso a lo legislativo, y no viceversa. La culpa de esta inversión de valores se debe al predominio de los perfiles intelectuales del filósofo y el jurista.
Las creencias filosóficas de la Grecia clásica influyeron sobremanera en los comentaristas y patriarcas de la religión cristiana, así como en sus contemporáneos hebreos, confrontados con un mundo acostumbrado a la claridad y las respuestas lógicas antes que al misterio —con sus excepciones, claro. Aunque la cultura helena provenía de las mismas raíces que las otras civilizaciones, su adiestramiento en la palabra era diferente (por mucho) al de Medio Oriente. Las leyes que antes eran mandato divino, ahora podían inferirse con el uso de la sola razón; así que los métodos para acceder a la verdad, cuando las artes adivinatorias no les eran concedidas al individuo, eran tanto o más precisos que los crípticos acertijos de los magos. Por lo tanto, cuando se topaban con religiones desconocidas, exigían más de lo que podían dar, y cometían el error categorial de argüir filosóficamente donde debía escucharse «con el alma» y la tradición. Lo mismo sucedió con China y otras culturas aledañas: sus tradiciones mutaron por la influencia del ardid sistemático de Occidente durante el medioevo. Ahora, concentrémonos en lo que sucede en el infierno judeo cristiano.
Enfrentados a esta realidad, judíos y cristianos comienzan a crear un nuevo imaginario basado en reinterpretaciones y adaptaciones al lenguaje (y la lengua) de sus adversarios. Es la literatura apocalíptica la que inserta el entorno infernal que hoy concebimos y que educó en el miedo a los fieles de la Edad Media. El ambiente está plagado de brasas, gusanos, dragones, etcétera. La visión más reveladora de todas pertenece a un pasaje del Apocalipsis: «no tendrán reposo, ni de día ni de noche, a los que adoran a la bestia y a su imagen» (14: 9ss) —nótese la importancia de carecer de descanso, emparentado con sumergir a los hombres de Coré «vivos» al seôl—. La ubicación es en el fondo de la tierra:
Mas los que tratan de perder mi alma
caigan en las honduras de la tierra;
sean pasados al filo de la espada, y que sirvan de presa a los chacales
(Salmos, 63: 10-11)
La contraposición entre gozo y sufrimiento se hacen patentes. Los protegidos del Señor reclaman derecho a la felicidad y el martirio para el enemigo. He ahí la causa del nacimiento del infierno: la personificación del mal y la historia que le precede. Para ello, hay que desplazarse a la Edad Media.
La mayor parte de la demonología del medioevo se gesta bajo el auspicio de tradiciones orientales. Los bizantinos tuvieron entre sus líneas a los bogomilos, herejes prolijos en fábulas infernales (grimorum). Los textos apócrifos (Apocalipsis de Pedro y el Apocalipsis de Pablo) aportan las imágenes y casan el imaginario oriental con el griego, insistiendo en la universalidad y correspondencia con la «justa razón». De ahí, los intérpretes monásticos crean leyendas y superposiciones de símbolos y figuras, diseñando personajes y tipificaciones que persisten hasta nuestros días, que son vigentes en el imaginario del creyente cristiano, y que acercan la tradición a la gente. Después, se elaboran extensos catálogos de demonios, ángeles, e historias diversas de cómo es que se dieron cita todos ellos en el mundo de los muertos.
Comencemos por lo básico: Lucifer y Satanás; dos nombres que corresponden al rostro del mal. El primer nombre representa la soberbia. El segundo la ira. Belcebú, otro nombre del demonio monarca, es la gula. Tres rostros regulares en las maldiciones bíblicas. Se trata de un ser que, siendo la mayor de las joyas de la creación (Cfr. Ezequiel, 28: 13-15), se creyó a sí mismo Dios. Su soberbia no le permitió sentirse menos que su creador. Se trata de la primera afrenta no humana contra el Dios todopoderoso. Pero si el ángel insurrecto no fue aniquilado, ¿adónde fue a parar? No permaneció con el Señor, claro está. Tras la rebelión, fue expulsado del Reino de los Cielos. Y si la perfección de su Dios le estaba vedada, ¿qué otro recurso le quedaba, qué región merecía su talante?
Su morada está en la tierra. Habita entre los muertos como uno de ellos. Pero donde yacen los malditos está su imperio: todos los que desprecian a Dios componen su cuerpo, su séquito, su diversión; es en la región del dolor y el olvido donde puede recluirse.
Al perder todo sentido sagrado el seôl, hace falta mudar a los justos de los impíos, pues un nuevo señor de las sombras ha tomado el lugar por su casa. Así, cuando Cristo desciende a los infiernos para cargarse a los muertos no sólo «quita» sino también «se lleva consigo» el pecado del mundo, y devuelve la paz, dejando casi vacío el nuevo habitáculo del antaño ángel predilecto. Ahora, la soledad de Lucifer es la victoria del Dios encarnado. Esta es, a grandes rasgos, la mitología que caracteriza al infierno en el sentido cristiano. Otras culturas ya tenían sus infiernos —más bien purgatorios (el caso de los musulmanes, los chinos y los hindúes). Eran lugares de expiación, de purificación. Ninguno era una región habitada por la personificación del Mal, sino por males corporales, daños temporales para el espíritu. Ninguno congregaba al heraldo de la nada y la imperfección, de la corrupción. El inframundo cristiano es el primero regido por el mal y, claro, el único que realmente se decanta en el horror espiritual. Se trata de la re-fundación de un imperio en el cielo «de abajo», en los centros de la tierra, operada por un ser en busca de la nada.
Los judíos, vivos y muertos, siguen esperando al Salvador. Los que viven, para persistir en su existencia; los muertos, para regresar a ella. En su génesis, la religión no pretendía el relegare que Cicerón interpreta en los ritos y artes adivinatorias, pues entonces no se vivía en el supuesto de que el hombre podía tener injerencia espiritual más allá de la concedida día a día por sus dioses; por el contrario, se dedicaban a un honesto amor de entrega, de (re)unión con el infinito (nada, todo, y tal vez algo más), con un poder celestial evanescente: re-ligarse (religare) con lo eterno, con lo que puede continuar la vida a la espera de su descenso y benévola partida, con nosotros acompañándolo en busca de una tierra nueva, de un nuevo camino, de la simiente luminosa de prados sin olvido, acaso una simple desmemoria temporal, pasajera, a la expectativa de una recompensa que les confirmara que sí, claro, fue lo correcto, así estuvo bien; la certificación de haber actuado conforme a lo debido, sí, el modo adecuado, el verdadero amor, las creencias correctas, y que alguien lo sabe y al final de los días, cuando la errancia del hombre ya no lo acompaña, le demuestre con creces que su vida, su finita y minúscula vida, porción de tiempo acompasado, de vez en cuando temeroso, mantuvo el orden de la providencia y sus razones a salvo, en el lugar correcto, sí, donde todos podemos estar tranquilos. Imaginemos a una persona que espera esto al toparse con el vacío. ¿No es suficiente el horror, ya para el Ser, presenciar la agonía? El hombre sabe que sí. Por ello, necesita de un lugar donde sufrir eternamente, donde algo le confirme, aun en soledad, su existencia.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Qué hacer en caso de depresión

Alejandro Albarrán Polanco

http://www.fundacionletrasmexicanas.org.mx/index.php?option=com_content&task=view&id=179&Itemid=#albarran

  1. Si usted sufre un ataque de desesperación le recomiendo poner la cabeza entre las rodillas, agachando ésta a la altura de las piernas, nunca las piernas a la altura de la cabeza, ya que esto sería complicado. Después inhale y exhale profundamente, las veces que sea necesario hasta obtener resultado.

  1. si usted siente un nudo en la garganta, o unas ganas de llorar incontrolables, lo mejor que puede hacer es: buscar una almohada grande y de preferencia muy acolchonada. Después busque un lugar amplio, cama, suelo, alfombra, sillón, y arrójese con el rostro sobre la almohada (claro) ya que lo acolchonado de ésta lo protegerá de algún daño facial además de que servirá como un silenciador o una mordaza acallando los alaridos que el deprimido en cuestión emita (exceptuando las veces en que se apartará de ésta para tomar aire y emitir un grito hacia adentro), cuando usted se encuentre en posición horizontal y con el rostro en el sitio indicado, llore, (ande, no sea tímido) llore.

  1. si la depresión persiste y usted siente unas tremendas ganas de correr, lo mejor que se puede hacer en estos casos es: correr. Corra, de preferencia en lugares amplios, como un jardín, el parque, el campo. Pero por favor conténgase de correr si está en lugares cerrados como un café, ya que se vería ridículo dando vueltas sobre la mesa o en su defecto alrededor del lugar.

  1. aléjese de los siguientes lugares: los cajones de la cocina donde se guardan los cuchillos, el botiquín de medicinas y de los lugares altos (puentes, azoteas, etc.), mantenga sus venas intactas (¡por el amor de dios!), recuerde: las manchas de sangre son muy difíciles de lavar.

  1. si después de estos pasos la depresión persiste, ¡coma chocolates!, coma chocolates mientras pueda, que no hay antidepresivo más barato que los chocolates.

  1. cuéntele sus penas a alguien, pero sea breve y preciso, es harto desesperante estar escuchando tres horas las penas de alguien (que ni se acaba matando ni nada), sin contar las veces en que el deprimido se suelta a llorar incontrolable, tenga presente: a) que el que lo escucha probablemente no va a salvarle la vida, y b) que él también tiene una vida y sus debidas preocupaciones.

  1. recuerde que usted no está solo, hay muchos que también y al igual que usted están deprimidos.

  1. si después de seguir estos puntos la depresión persiste le recomendamos lea los Consejos prácticos para jóvenes suicidas.

TEATRO ARGENTINO RECIENTE: PANORÁMICA EN MOVIMIENTO

Rafael Toriz

http://www.fundacionletrasmexicanas.org/index.php?option=com_content&task=view&id=141&Itemid=92

http://www.letralia.com/110/ensayo03.htm

El arte ejecutorio más próximo a la experiencia

común del hablante es, sin dudas, el teatro

Paolo Virno

Pocas son las estancias de la vida y la memoria en las que pueden convivir, en análogo distrito, la belleza y el espanto. Obviando la fotografía y el amor, que recuerdan siempre a Dante –Nessun maggior dolore/chi ricordarsi del tempo felice/nella tristeza–, acaso sólo el teatro y la palabra sean los espacios categóricos para deleitarse en la tragedia y reír en la desgracia.

El teatro, como la palabra, es un arte transitorio; su riqueza radica en el acontecimiento: son la contingencia y la labilidad sus necesarias adyacencias. El actor y el músico, como el bailarín y el poeta, son ejecutantes sólo en la medida en que ejecutan su arte. El teatro, como la palabra, es un arte mayor porque cifra la belleza en lo que se desvanece y nunca en lo que permanece. Su esencia es fugitiva y performativa: el arte de la representación es el arte de la desaparición.

Con todo, para que el teatro y la palabra se difuminen es necesario que aparezcan, que sean visibles. La actividad que se ejecuta exige, en su acaecer, la presencia del otro; el espectador y su mirada. Observar el teatro y comentarlo puede ser, en última instancia, tan importante y tan creativo como practicarlo en el tablado.

En este brevísimo texto se encontrarán sucintas recensiones sobre lo que consideré, durante una estadía de poco más de un mes en Buenos Aires, notable y significativo para compartir por escrito en territorio mexicano. Queda claro que toda selección es un capricho y que la subjetividad en el juicio es uno de lo más caros privilegios del flanêur despreocupado.

Rey Lear

En esta puesta sobria y elegante el ya mítico Jorge Lavelli consigue reposicionar uno de los clásicos menos populares del inglés en medio de una atmósfera oscura, frugal e incluso darketa en el imponente y legitimado teatro San Martín. Con actuaciones excelentes (Lear es interpretado por el celebrado Alejandro Urdapilleta y Gloucester por un digno Roberto Carnaghi) Lavelli nos recuerda, con un toque decadentista muy en la estética de Matrix, que la realidad, tanto en el espectro público como en el privado, es horrible, grotesca y terriblemente descarnada. En medio de una pulcritud que da realce a la locura del rey y a la infamia de sus hijas, el montaje de Lavelli resulta –tanto en su dirección como en la escenografía- más violento que el realizado por José Caballero con la Compañía Nacional de Teatro (“Proyecto Shakespeare”), donde un Claudio Obregón en plenitud asemejaba más a un abuelito bonachón que a un orate nihilista obsesionado consigo mismo (Urdapilleta) que a ratos, entre gritos destemplados y una furia soporífera, mueve a preguntarnos por los límites entre el recital y la actuación hablada: el discurso entonces como teatralidad.

Interrupciones a partir de Hedda Gabler

Adaptación lograda del original, se trata de una puesta discreta, bien resuelta y bien actuada. Dirigida por Paula Santamaría, acaso los detalles más remarcables sean la economía de elementos escénicos (un teatro entre pobre y paupérrimo), la síntesis argumental y el ejercicio de la didascalia sobre el escenario con un personaje regente que acota y dirige las acciones –cambiando el papel a los personajes o repitiendo escenas a discreción.

En oposición al espectáculo dirigido por Enrique Singer en México –que explora con relativa fortuna la complejidad de la obra de Ibsen– su contraparte argentina es un ejercicio digno y mesurado sin mayores pretensiones.

Los Demonios

Este montaje, construido a partir de la novela (Los endemoniados) de Dostoievsky, resuena a Brecht y su idea del el teatro épico. El espectador recuerda todo el tiempo que lo que está viendo es sólo un espectáculo, una ilusión de realidad. Diálogos de corte político, disección del comportamiento sindicalista, análisis de las motivaciones revolucionarias, traiciones, suicidios y cierto tono de farsa e irrealidad que apuntalan la fatuidad de toda empresa humana y a la vez potencian la conciencia crítica en el espectador. Con una dirección atropellada de Gonzalo Martínez, destaca la actuación protagonista de Lautaro Vilo como un gendarme escindido entre sus pasiones y su acontecer político.

Hamelin

Esta coproducción ibérico-argentina es fundamentalmente una denuncia sobre la pederastia y la sociedad que la solapa. Hamelin es un alegato que cuestiona el lugar del que mira los entresijos de lo real, la responsabilidad social ante crímenes que competen a todos: la obra pretende testimoniar por el testigo.

Con actuaciones bien engarzadas y personajes cubriendo dos o más roles, la obra despide cierto tono mesiánico (más allá del “dejad que los niños se acerquen a mí”) que a momentos la torna tediosa, repetitiva y didáctica en exceso. La figura de un narrador que acota, especta y juzga sobre el escenario si bien en un principio puede ser interesante, resulta ser de un fastidio insospechado, al grado de desear abofetear al personaje interpretado por una envanecida Susana Lanteri.

El acierto del texto de Juan Mayorga consiste en la exploración entre la escena, la palabra y el abismo que las une. Hamelin es también un metadiscurso que mueve a pensar en el intensísimo trabajo fílmico de Lars Von Trier en Dogville: la intención de vestir la apariencia desnuda. En Hamelin la escenografía es mínima y también se establece una distancia “épica” con los espectado; la sugerencia es igual o más importante que la literalidad de lo dicho. La dirección es de Andrés Lima.

El niño argentino

Sin lugar a dudas esta obra es una de las mejores piezas recientes del teatro argentino e incluso del latinoamericano. Escrita y dirigida con maestría por un curtido Mauricio Kartun, la tragicomedia retrata una extinta costumbre argentina burguesa de principios del siglo XX: enviar a las vacas con gaucho incluido para contar con leche fresca durante los viajes a Europa.

La obra, expresada en rotundos versos octosílabos, es un escaparate para ver las excelentes actuaciones del niño (Mike Amigorena) y el gaucho (Osky Guzmán), una dupla deliciosa que consigue, con lucidez y humor apabullantes (geniales incluso), transmitir verdad, traición y hermosura en un mismo instante, conjugando lo culto con lo popular y desnudando insondables improntas humanas (violencia, ingenuidad, cinismo, desencanto) a través del brillantísimo vaivén entre el sonido y el sentido.

El texto, ejemplo de altísima literatura, admite además lecturas alegóricas del sentir argentino profundo, barco sin rumbo ni puerto fijo; una sensibilidad agridulce y seductora más que un territorio: un lugar intensamente latinoamericano que, no obstante y por lo mismo, es siempre otra cosa.

Con escenografía y música como personajes concretos, El niño… es una de las expresiones dramáticas más logradas, inteligentes y estimulantes del teatro argentino reciente; una muestra verdadera de talento, creación y traslúcida belleza.

Reflexiones sobre la metafísica del mal

Voy a referir el espectáculo de pequeñas cosas que causarán tu admiración.

Virgilio, Geórgica IV

Jacob Buganza

Lo referente a una metafísica del mal tiene ya un largo trecho. Por lo menos desde la antigüedad pueden rastrearse ciertas ideas que aportan las premisas o generan conclusiones que alimentan a esta metafísica. Ahí están la concepción negativa de la naturaleza humana en Hesíodo plasmada en Trabajos y días o las ideas sobre la negatividad de la vida de Lucretio en su De rerum natura. Incluso en el cristianismo se dejan entrever concepciones negativas de la vida por ejemplo en la idea del “valle de lágrimas”; de manera análoga se muestra esta concepción en filosofías y religiones de oriente, como en el budismo. En la filosofía moderna se ven expuestas estas ideas en el pensamiento del prominente Schopenhauer, padre del pesimismo filosófico moderno; también aparece en la filosofía existencialista, sea ésta la de Heidegger o la de Sartre; y también hay una extraordinaria articulación en la filosofía contemporánea, por ejemplo en la reflexión del brasileño Julio Cabrera.

Este breve artículo tiene como objetivo exponer qué se entiende por una metafísica del mal y cuáles son sus más preclaras tesis. No es éste un trabajo exhaustivo, pues esto último requeriría necesariamente un tratamiento más extenso que el presente. Puede decirse que este trabajo se limitará a brindar un esquema sucinto sobre el asunto de una metafísica del mal. Para esto, este trabajo retomará dos textos anteriores que ya trazan esta idea de la metafísica del mal que ha redactado quien esto escribe. El primer trabajo es un pequeño libro consagrado al tema: Metafísica del mal demostrada geométricamente[1]. Ciertamente este último fue un trabajo muy limitado, pues se cernió únicamente a una exposición apodíctica de las tesis que podrían conformar una metafísica del mal; el esquema trazado en ese momento tenía una forma inspirada en Spinoza, como se aprecia claramente en el título, aunque el tema no se trabajó con la profundidad con que este último filósofo redactó su Ethica. Posteriormente apareció un ensayo más o menos acabado sobre este tema, cuyo título fue “Ensayo de una ontología del mal”[2]. En este último texto se explayaron algunas de las ideas del libro mencionado, aunque todavía con limitaciones. Aquí se retomarán estos dos textos, haciendo una exposición sistemática del asunto y ahondando en la reflexión de algunos temas que no lograron aparecer con tal claridad en los dos trabajos retomados[3].

Pues bien, para comenzar es necesario retomar algunas consideraciones previas que sirven para aceptar las conclusiones de una metafísica u ontología del mal. Estas consideraciones, tratadas ya en los trabajos ya citados, deben ser puestas nuevamente de manifiesto con el fin de que lo que se proponga en este trabajo pueda ser considerado verdadero. Estas consideraciones previas tienen la forma de juicios (o prejuicios, si se sigue la terminología de Gadamer) que deben suspenderse momentáneamente. Puede decirse que estos juicios previos deben ser puestos entre paréntesis si se quiere pensar de acuerdo a una metafísica del mal. En otros términos, estos juicios no deben considerarse como contra argumentos del sistema de metafísica u ontología del mal. Estos juicios son los siguientes. Primero, considerar que el alma humana es inmortal. Ciertamente la demostración, en primer lugar, de la inmaterialidad del alma y, en segundo lugar, de su indestructibilidad, son tesis que pueden argumentarse desde la filosofía. Pero en este momento hay que poner a estas ideas entre paréntesis y no considerarlas válidas. No es que sean erróneas, sino simplemente considerarlas como propuestas todavía no demostradas. Si alguien considera la inmortalidad del alma como algo válido, las conclusiones de esta metafísica del mal serían erróneas. En segundo lugar, no hay que considerar en este momento que la creación del mundo, en especial la idea de la creatio ex nihilo, es verdadera. ¿Por qué hay que ponerla de lado? Simplemente porque una idea de esta naturaleza puede llevar implícita la tesis de que el mundo es obra de la bondad divina, como sucede en una cierta interpretación del pensamiento de Platón o en la religión judeo-cristiana. En tercer lugar, tampoco hay que considerar la existencia y, por tanto, la intervención de Dios, en el mundo. En este momento hay que considerar que Dios no existe, con el fin de aceptar las conclusiones de la metafísica del mal. Sin embargo, puede reservarse la idea de Dios para hablar de una teología del mal, la cual es una tarea todavía pendiente de una metafísica del mal.

Por último, y simplemente para apuntalar algo que debiera ser natural a cualquier espíritu filosófico, es necesario ir aceptando las verdades que puedan surgir de una metafísica del mal. De nada serviría la suspensión momentánea de las tres ideas anteriores si no se aceptan las tesis de esta metafísica.

Con estas consideraciones previas parece que ya es posible explicitar qué se entiende por metafísica del mal. Cabe mencionar, antes de entrar a esta tematización, que en este trabajo los términos “metafísica” y “ontología” son tomados como sinónimos. Es cierto que pueden adquirir matices que diferencian un término de otro, pero en este trabajo no se asumen tales diferencias. Ahora bien, habrá que situarse en una perspectiva ontológica o trascendental, en el sentido de que sea válida para todos los entes posibles que pertenezcan a una misma naturaleza. En mi “Ensayo se una ontología del mal” se entiende por ontología “una posición (o metaposición) en la cual un estudio se sitúa al tratar de comprender el ser de algo (en nuestro caso, el ser del hombre). Esta perspectiva es trascendental en sentido tomista, es decir, pretende que las verdades valgan para todo ser humano, para el ser del hombre[4]. De lo que se trata es de hacer una ontología en sentido heideggeriano, que vaya a la esencia del Dasein para comprenderla e interpretarla y, con esto último, valorarla. Como se aprecia, esta ontología debe ser válida para todo ser humano posible, pues ha de centrarse en la esencia o ser del ente en cuestión. Si se centrara en los aspectos que tienen la característica de la posibilidad, este estudio no sería propio de una ontología, sino de una ciencia de los accidentes (de los symbebekoi), la cual sería inútil desde el punto de vista científico, como ya lo afirmaba Aristóteles en su Metafísica (aunque, ciertamente, puede ser muy útil desde el punto de vista práctico).

¿Por qué no llamarle entonces antropología, si se habla del hombre? Simplemente porque una antropología filosófica se centra más bien en la psicología del hombre, en su funcionamiento estructural. Por ejemplo, en la antropología clásica se tratan temas como la inteligencia, la voluntad y la libertad. Además, como puede apreciarse en Kant, una antropología debe tener tintes prácticos, como el estudio del carácter y su interrelación con las diversas razas de hombres, como sucede en la Antropología práctica del maestro de Königsberg. Por esa razón es que es preferible hablar de metafísica u ontología del mal, aunque ciertamente este mal al que se alude se refiere, valga la redundancia, al hombre o ser humano.

Cediendo un poco a lo anterior tratando de no ser tajante, es lo que Julián Marías hubiera llamado una antropología metafísica. En cierto sentido, una metafísica u ontología del mal es una antropología metafísica del mal. Con esto asentado, la pregunta que viene necesariamente es: ¿qué es el mal? La respuesta a esta cuestión es efectivamente muy complicada. Sin embargo, una tentativa de solución puede retomarse en la filosofía agustiniana, la cual distingue tres tipos de males utilizando para esto una suerte de filosofía analítica del lenguaje cotidiano. Según el pensamiento agustino, el primer tipo de mal se refiere a la carencia de un bien que le compete a un ente, por ejemplo, a un ser que le hace falta la vista y le compete por naturaleza; en este sentido, ser invidente es un mal. El segundo tipo de mal sería lo que comúnmente se llama mal moral; en este sentido, cuando se actúa en contra de una normal moral se está realizando un mal moral, por ejemplo, si en una moral se prohíbe el asesinato, quien lleva a cabo un acto de esta naturaleza estaría produciendo un mal moral. El tercer mal sería el mal ontológico, el cual no existe para el pensamiento agustino (considérese el segundo y tercer juicio puesto entre paréntesis al inicio), pues sería considerar al ser como malo, contrario a la tesis clásica del ens et bonum conventuntuur. Por el contrario, en este trabajo se asume que el mal ontológico sí existe, y que consiste en la maldad que implica la existencia humana. Esta última afirmación no se refiere a las accidentalidades o a lo que pueda producir esa existencia humana, sino a la estructura o ser del Dasein.

El ser del hombre es malo sería, pues, la tesis principal. Para poder aceptar esta tesis, debe distinguirse entre lo óntico y lo ontológico de la existencia humana, y por ello el párrafo anterior hacía referencia a las accidentalidades. Esto último es una aplicación de lo que Heidegger denominaba diferencia ontológica. Lo óntico se refiere precisamente a las accidentalidades de la vida humana, es decir, se refiere a lo relativo, a lo que está en una existencia humana de manera variable. Hay que remarcar que esta idea debe vislumbrarse desde un punto de vista relativista porque lo relativo no equivale a lo no necesario, pues lo relativo sí puede llegar a ser considerado necesario. Un ejemplo aclarará mucho: para hablar de una existencia humana es necesario hablar de un ser que posee; pero esta posesión es relativa, es decir, cierto ser humano puede o no tener un automóvil último modelo, lo cual es relativo, pero sí es necesario que posea algo, por mínimo que sea. Hay una relatividad en las posesiones, pero hay también una necesidad en la posesión. Lo óntico se refiere precisamente a esa relatividad, no a la necesidad.

Lo ontológico se refiere, como su nombre denota, a la necesidad, a lo que irremediablemente está presente en la estructura del Desein. Una existencia humana necesariamente tendrá ciertas características que se encuentran en todos los hombres posibles. Aquí es donde una metafísica u ontología del mal llega a su momento decisivo, pues propone que hay una valoración del ser del hombre, o sea una valoración del hombre desde el punto de vista ontológico.

Por ello es necesario revisar cuál es el ser del hombre según esta metafísica del mal. Como ya se dijo, el ser el hombre se refiere a lo que está presente en su estructura; son las características o aspectos que todo hombre tiene por el hecho de ser tal. Con ello, se podrá realizar una valoración de esa estructura; esta valoración es negativa para la metafísica del mal. En este momento se destacarán esas características estructurales y se propondrán como aspectos negativos o malos; de esta manera se apreciará la tesis de esta metafísica.

La primera característica de la existencia humana es que ésta es un ser-para-la-muerte (in-der-Welt-sein, como lo llama Heidegger). Toda existencia humana está destinada a encontrar la muerte. El ser, en este sentido, es mortal. No importa qué se haga o deje de hacerse, la muerte siempre estará ahí para señalar el fin inevitable e ineludible del hombre; la muerte es lo único seguro y, evidentemente, se encuentra en toda existencia humana posible. Ahora bien, la metafísica del mal distingue en este rubro dos tipos de muerte, de acuerdo al pensamiento de Julio Cabrera. La muerte puede ser o óntica (o puntual para Cabrera) u ontológica. La muerte óntica es el momento, situación y modo concreto en que cesa la vida. La muerte ontológica, por otro lado, es estructural y está presente en toda existencia humana. La muerte óntica carece de importancia para la metafísica, pues se refiere a lo accidental de la muerte, o sea, a lo que puede ser de una manera u otra, pero que necesariamente es, lo cual es ya la muerte ontológica.

Esta muerte ontológica produce en la existencia humana concreta un sufrimiento muy sui generis, y que es llamado dolor ontológico-espiritual. La muerte no es considera per se por ninguna existencia humana concreta como algo apetecible o deseable. La muerte puede ser deseable solamente desde el punto de vista óntico, es decir, cuando la vida y circunstancia de una existencia humana concreta se ha vuelto indeseable, la muerte se manifiesta como una salida apetecible y esperanzadora, en cuanto que libera a la existencia humana concreta del peso de la vida. Sin embargo, la muerte per se no la desea ningún ser humano. Ahora bien, la pregunta que aflora en este momento es: ¿qué sentido tiene venir a nacer para finalmente morir, si lo placentero de la vida es óntico? Lo placentero de la vida es óntico porque lo que produce ese placer no es necesario para todos los hombres posibles; piénsese en los hombres que nacen y mueren miserables, sin ninguna forma de escapar de esa situación en la que les ha tocado nacer. En cambio, tanto para el que tiene placeres ónticos como para el que no, la muerte estructural u ontológica siempre se encuentra presente, y nadie la desea por sí misma. Nadie quiere morir y por ello la muerte es negativa; además, como se dijo, la muerte es algo estructural y, por lo tanto, la estructura misma de la existencia humana es negativa.

La segunda característica de la existencia humana es que es un ser-en-decaimiento. El hecho de que el hombre crezca y se desarrolle tanto física como espiritualmente, es un asunto evidente y que no requiere mayor demostración que echar un vistazo a la vida de cualquier ser humano. Sin embargo, a lo que se refiere el decaimiento es a un proceso que va aparejado a ese crecimiento y desarrollo: es el proceso iniciado con el nacimiento (o concepción) de una nueva existencia humana, que es precisamente el proceso del morir. Ese morir va unido al proceso natural que conlleva: el envejecimiento. La existencia humana a cada instante está en proceso de desaparecer; está decayendo debido al envejecimiento y al morir. Todo ser humano es un ser que está muriendo, mas no está muerto. Hay una distinción fundamental: una cosa es morir, y otra la muerte. Sobre la muerte ya se habló, y es la primera característica esencial del ser del hombre; el morir es el proceso que lleva a la fatalidad, que lleva al suceso de la muerte. Ahora bien, ese morir es un proceso de descomposición, de disgregación y degradación, que es el envejecimiento. Este morir envejeciendo es una fase transitoria entre el ser y el no-ser, como diría Joachim Meyer. Ahora bien, cabe hacer la siguiente pregunta: si el hombre que está en proceso de morir envejeciendo se sitúa en una fase transitoria, ¿no pertenece al ser? ¿Pertenece más bien al no-ser? No habría que volver a caer en una nueva versión de la disputa entre Parménides y Heráclito; hay que distinguir, como ya lo hizo Aristóteles. El hombre en parte es y en parte no-es. El hombre es en cuanto su esencia, en cuanto cumple con lo que le compete como miembro de la especie de los seres humanos: sin duda es un ser-para-la-muerte, al igual que es un ser-en-decaimiento, envejeciendo en todo momento sin ninguna posibilidad de rejuvenecer físicamente. Pero el hombre también no-es, en cuanto que puede realizar una serie infinita de posibilidades con su existencia concreta. Pero, nuevamente, aparece la distinción entre lo óntico y lo ontológico. Lo referente al no-ser pertenece a la onticidad, mientras que lo referente al ser, evidentemente pertenece a la ontologicidad.

El proceso de morir envejeciendo pertenece a la ontología, a lo que es en todo momento, pues siempre está siendo en la existencia humana. No hay ser humano que no esté en este proceso de decaimiento o disgregación estructural. Ahora bien, las preguntas que vienen con su concerniente respuesta desde una metafísica del mal son las siguientes: ¿es acaso apetecible el hecho del decaimiento? ¿Alguien desea per se este proceso de envejecimiento? La respuesta a estas cuestiones desde la metafísica del mal es negativa. No puede haber alguien que, per se, desee envejecer, con todo lo que esto implica, pues tanto la parte física como la espiritual sufren un severo desgaste que atrofia la vida poco a poco.

La tercera característica de la existencia humana es la necesidad del dolor óntico. Ciertamente es el argumento más débil en cuanto que su contrapartida también es verdadera. Tanto el dolor como el placer ónticos son un elemento que constituye toda existencia humana. Es una necesidad que ambas existan, aunque puede predominar uno u otro, lo cual tiene que ver con la circunstancia que a cada existencia humana concreta le toque vivir. Cargando las tintas del lado del dolor óntico, lo que propone este argumento es que el hombre necesariamente tendrá que sufrir o doler frente a una cantidad inimaginable de objetos indeseables. Ejemplos de estos objetos indeseables, por llamarlos con un término muy general, son la pobreza, la marginación y el hambre. En la esfera de la posibilidad, como diría Rosmini, en un hombre indeterminado cabe cualquiera de estos tres ejemplos, o incluso todos en uno o diferentes momentos. Pero también es posible que no se den estos tres objetos indeseables que producen dolores ónticos. Sin embargo, se pueden dar otros más. Un ejemplo puede ayudar: hay que pensar en un hombre que tenga mucha riqueza, nadie lo discrimine y no sufra jamás el penoso hecho de tener hambre. Sin embargo, su estructura, a manera de existenciario heideggeriano, no le exenta de estar presente ante otros objetos indeseables que producen dolor óntico: tal vez la falta de amor sincero, el hecho de no tener una aguda inteligencia o no poder ejercer plenamente su felicidad (querer hacer algo diferente como sucedió en algunos reyes de la historia que no tenían el deseo de ser monarcas). Este argumento, como se aprecia, pende más del hilo de la posibilidad, aunque no está exento de necesidad. La necesidad estriba en que es necesario que toda existencia humana sufra uno o más dolores ónticos. El dolor óntico es, en términos kantianos, un a priori de la existencia humana concreta.

Con esta analítica puede apreciarse la tesis central de la metafísica del mal: el ser del hombre es el mal ontológico porque es una estructura o esencia destinada a la muerte, en el proceso de morir y que padece dolores ónticos. El ser del hombre, que aparece como un a priori, es decir, antes de toda experiencia, es el mal ontológico que los agustinos consideraban imposible. Pero San Agustín basó su filosofía en la idea de la bondad divina, la cual no podía crear algo que per se fuera malo, pues sería contrario a su summum bonum. Empero, al poner entre paréntesis una idea de esta naturaleza, la metafísica del mal propone algo completamente diferente. Cabe la posibilidad, sin embargo, de que alguien proponga una valoración distinta de las características de la existencia humana; en otros términos, puede ser que alguien valore que la muerte, el morir y el dolor óntico sean cosas valiosas y, aunque no equivalgan de todo, buenas y deseables (o sea, que alguien quiera la muerte, morir y sufrir dolores ónticos). Sin embargo, la apreciación de una metafísica del mal es que si se valoran positivamente la muerte, el morir y el dolor óntico, no es per se, sino por otras razones. La muerte, el morir y el dolor óntico se pueden querer no por ellos mismos, sino en razón de otra cosa. Sin embargo, esto último ya no pertenece al ámbito de la metafísica, que se centra en la necesidad y no en la contingencia (la contingencia, sin embargo, no es que esté fuera del ser, sino que no es substancial).

Estas serían las ideas principales de una metafísica del mal. Ciertamente existe la posibilidad de trasladar algunas de estas tesis a otros ámbitos de la filosofía, como la ética o filosofía moral y la teología racional. De hecho, en el texto citado “Ensayo de una ontología del mal”, ya se planteaba la idea de que la vida per se no es deseable, de acuerdo con el ser del hombre, al caso de la ética. No es éste el momento para plantear lo que algunos autores denominan la pregunta ética fundamental (en Albert Camus y Julio Cabrera), pero sí para indicarla por lo menos. También está la posibilidad de reflexionar aplicando las tesis de la metafísica del mal a la teología racional, aunque a mi juicio sería más como un divertimento, como sucede en algunos pasajes del Así habló Zaratustra de Nietzsche. Sin embargo, estos dos temas no entran en los límites de este trabajo y por ello se han dejado de lado.

Lo que se estableció como límite a este texto fue el hecho de plantear, de manera breve y esquemática, las tesis de una metafísica u ontología del mal, ahondando en algunas indicaciones previamente establecidas en otros trabajos, tanto para enriquecimiento de quien esto escribe como para mostrar algunas nuevas ideas al lector. Parece que el objetivo se ha cumplido por el momento, lo cual no quiere decir que la metafísica u ontología del mal esté terminada, sino que hacen falta rellenar algunos huecos y solventar mejor algunas afirmaciones. Pero ello no se puede realizar si no es con la ayuda del lector, lo cual no hace sino poner de manifiesto una idea muy arraigada de quien esto escribe: el filósofo, que es alguien que busca reflexionar ordenada y sistemáticamente sobre el ser o sobre alguna parcela de éste, necesita del diálogo con los demás. Un solo hombre no puede vislumbrar todo; necesita, por el contrario, de los demás para lograr ver, aunque sea con un poco más de claridad, las pequeñas cosas que causan admiración, tal como diría el mantovano Virgilio.

Bibliografía

BUGANZA, Jacob, Metafísica del mal demostrada geométricamente, Ediciones Verbum Mentis, Córdoba (México), 2003.

BUGANZA, Jacob, Fragmentos filosóficos, Ediciones Verbum Mentis, Córdoba (México), 2004.

BUGANZA, Jacob, “Ensayo de una ontología del mal”, en: Revista de Humanidades, No. 18, Tecnológico de Monterrey (Campus Monterrey), (2005).

VIRGILIO, Geórgicas (traducción de Tomás Recio García), Editorial Gredos, Madrid, 2000.



[1] Ediciones Verbum Mentis, Córdoba (México), 2003.

[2] En: Revista de Humanidades, No. 18, Tecnológico de Monterrey (Campus Monterrey), (2005).

[3] También quiero dejar asentado que hubo otros artículos breves en donde he tratado el tema, al igual que algunas réplicas sobre el asunto que han hecho otros autores, entre los que destaca el texto de Marco Antúnez Piña, “Entre la maldad y el fracaso ontológico”. A este último, yo repliqué en mi artículo periodístico, “El fracaso ontológico”, recogido en mi libro Fragmentos filosóficos, Ediciones Verbum Mentis, Córdoba (México), 2004, pp. 109-115.

[4] BUGANZA, Jacob, “Ensayo de una ontología del mal”, art. cit., pp. 187-188.