domingo, 11 de noviembre de 2007

Reflexiones sobre la metafísica del mal

Voy a referir el espectáculo de pequeñas cosas que causarán tu admiración.

Virgilio, Geórgica IV

Jacob Buganza

Lo referente a una metafísica del mal tiene ya un largo trecho. Por lo menos desde la antigüedad pueden rastrearse ciertas ideas que aportan las premisas o generan conclusiones que alimentan a esta metafísica. Ahí están la concepción negativa de la naturaleza humana en Hesíodo plasmada en Trabajos y días o las ideas sobre la negatividad de la vida de Lucretio en su De rerum natura. Incluso en el cristianismo se dejan entrever concepciones negativas de la vida por ejemplo en la idea del “valle de lágrimas”; de manera análoga se muestra esta concepción en filosofías y religiones de oriente, como en el budismo. En la filosofía moderna se ven expuestas estas ideas en el pensamiento del prominente Schopenhauer, padre del pesimismo filosófico moderno; también aparece en la filosofía existencialista, sea ésta la de Heidegger o la de Sartre; y también hay una extraordinaria articulación en la filosofía contemporánea, por ejemplo en la reflexión del brasileño Julio Cabrera.

Este breve artículo tiene como objetivo exponer qué se entiende por una metafísica del mal y cuáles son sus más preclaras tesis. No es éste un trabajo exhaustivo, pues esto último requeriría necesariamente un tratamiento más extenso que el presente. Puede decirse que este trabajo se limitará a brindar un esquema sucinto sobre el asunto de una metafísica del mal. Para esto, este trabajo retomará dos textos anteriores que ya trazan esta idea de la metafísica del mal que ha redactado quien esto escribe. El primer trabajo es un pequeño libro consagrado al tema: Metafísica del mal demostrada geométricamente[1]. Ciertamente este último fue un trabajo muy limitado, pues se cernió únicamente a una exposición apodíctica de las tesis que podrían conformar una metafísica del mal; el esquema trazado en ese momento tenía una forma inspirada en Spinoza, como se aprecia claramente en el título, aunque el tema no se trabajó con la profundidad con que este último filósofo redactó su Ethica. Posteriormente apareció un ensayo más o menos acabado sobre este tema, cuyo título fue “Ensayo de una ontología del mal”[2]. En este último texto se explayaron algunas de las ideas del libro mencionado, aunque todavía con limitaciones. Aquí se retomarán estos dos textos, haciendo una exposición sistemática del asunto y ahondando en la reflexión de algunos temas que no lograron aparecer con tal claridad en los dos trabajos retomados[3].

Pues bien, para comenzar es necesario retomar algunas consideraciones previas que sirven para aceptar las conclusiones de una metafísica u ontología del mal. Estas consideraciones, tratadas ya en los trabajos ya citados, deben ser puestas nuevamente de manifiesto con el fin de que lo que se proponga en este trabajo pueda ser considerado verdadero. Estas consideraciones previas tienen la forma de juicios (o prejuicios, si se sigue la terminología de Gadamer) que deben suspenderse momentáneamente. Puede decirse que estos juicios previos deben ser puestos entre paréntesis si se quiere pensar de acuerdo a una metafísica del mal. En otros términos, estos juicios no deben considerarse como contra argumentos del sistema de metafísica u ontología del mal. Estos juicios son los siguientes. Primero, considerar que el alma humana es inmortal. Ciertamente la demostración, en primer lugar, de la inmaterialidad del alma y, en segundo lugar, de su indestructibilidad, son tesis que pueden argumentarse desde la filosofía. Pero en este momento hay que poner a estas ideas entre paréntesis y no considerarlas válidas. No es que sean erróneas, sino simplemente considerarlas como propuestas todavía no demostradas. Si alguien considera la inmortalidad del alma como algo válido, las conclusiones de esta metafísica del mal serían erróneas. En segundo lugar, no hay que considerar en este momento que la creación del mundo, en especial la idea de la creatio ex nihilo, es verdadera. ¿Por qué hay que ponerla de lado? Simplemente porque una idea de esta naturaleza puede llevar implícita la tesis de que el mundo es obra de la bondad divina, como sucede en una cierta interpretación del pensamiento de Platón o en la religión judeo-cristiana. En tercer lugar, tampoco hay que considerar la existencia y, por tanto, la intervención de Dios, en el mundo. En este momento hay que considerar que Dios no existe, con el fin de aceptar las conclusiones de la metafísica del mal. Sin embargo, puede reservarse la idea de Dios para hablar de una teología del mal, la cual es una tarea todavía pendiente de una metafísica del mal.

Por último, y simplemente para apuntalar algo que debiera ser natural a cualquier espíritu filosófico, es necesario ir aceptando las verdades que puedan surgir de una metafísica del mal. De nada serviría la suspensión momentánea de las tres ideas anteriores si no se aceptan las tesis de esta metafísica.

Con estas consideraciones previas parece que ya es posible explicitar qué se entiende por metafísica del mal. Cabe mencionar, antes de entrar a esta tematización, que en este trabajo los términos “metafísica” y “ontología” son tomados como sinónimos. Es cierto que pueden adquirir matices que diferencian un término de otro, pero en este trabajo no se asumen tales diferencias. Ahora bien, habrá que situarse en una perspectiva ontológica o trascendental, en el sentido de que sea válida para todos los entes posibles que pertenezcan a una misma naturaleza. En mi “Ensayo se una ontología del mal” se entiende por ontología “una posición (o metaposición) en la cual un estudio se sitúa al tratar de comprender el ser de algo (en nuestro caso, el ser del hombre). Esta perspectiva es trascendental en sentido tomista, es decir, pretende que las verdades valgan para todo ser humano, para el ser del hombre[4]. De lo que se trata es de hacer una ontología en sentido heideggeriano, que vaya a la esencia del Dasein para comprenderla e interpretarla y, con esto último, valorarla. Como se aprecia, esta ontología debe ser válida para todo ser humano posible, pues ha de centrarse en la esencia o ser del ente en cuestión. Si se centrara en los aspectos que tienen la característica de la posibilidad, este estudio no sería propio de una ontología, sino de una ciencia de los accidentes (de los symbebekoi), la cual sería inútil desde el punto de vista científico, como ya lo afirmaba Aristóteles en su Metafísica (aunque, ciertamente, puede ser muy útil desde el punto de vista práctico).

¿Por qué no llamarle entonces antropología, si se habla del hombre? Simplemente porque una antropología filosófica se centra más bien en la psicología del hombre, en su funcionamiento estructural. Por ejemplo, en la antropología clásica se tratan temas como la inteligencia, la voluntad y la libertad. Además, como puede apreciarse en Kant, una antropología debe tener tintes prácticos, como el estudio del carácter y su interrelación con las diversas razas de hombres, como sucede en la Antropología práctica del maestro de Königsberg. Por esa razón es que es preferible hablar de metafísica u ontología del mal, aunque ciertamente este mal al que se alude se refiere, valga la redundancia, al hombre o ser humano.

Cediendo un poco a lo anterior tratando de no ser tajante, es lo que Julián Marías hubiera llamado una antropología metafísica. En cierto sentido, una metafísica u ontología del mal es una antropología metafísica del mal. Con esto asentado, la pregunta que viene necesariamente es: ¿qué es el mal? La respuesta a esta cuestión es efectivamente muy complicada. Sin embargo, una tentativa de solución puede retomarse en la filosofía agustiniana, la cual distingue tres tipos de males utilizando para esto una suerte de filosofía analítica del lenguaje cotidiano. Según el pensamiento agustino, el primer tipo de mal se refiere a la carencia de un bien que le compete a un ente, por ejemplo, a un ser que le hace falta la vista y le compete por naturaleza; en este sentido, ser invidente es un mal. El segundo tipo de mal sería lo que comúnmente se llama mal moral; en este sentido, cuando se actúa en contra de una normal moral se está realizando un mal moral, por ejemplo, si en una moral se prohíbe el asesinato, quien lleva a cabo un acto de esta naturaleza estaría produciendo un mal moral. El tercer mal sería el mal ontológico, el cual no existe para el pensamiento agustino (considérese el segundo y tercer juicio puesto entre paréntesis al inicio), pues sería considerar al ser como malo, contrario a la tesis clásica del ens et bonum conventuntuur. Por el contrario, en este trabajo se asume que el mal ontológico sí existe, y que consiste en la maldad que implica la existencia humana. Esta última afirmación no se refiere a las accidentalidades o a lo que pueda producir esa existencia humana, sino a la estructura o ser del Dasein.

El ser del hombre es malo sería, pues, la tesis principal. Para poder aceptar esta tesis, debe distinguirse entre lo óntico y lo ontológico de la existencia humana, y por ello el párrafo anterior hacía referencia a las accidentalidades. Esto último es una aplicación de lo que Heidegger denominaba diferencia ontológica. Lo óntico se refiere precisamente a las accidentalidades de la vida humana, es decir, se refiere a lo relativo, a lo que está en una existencia humana de manera variable. Hay que remarcar que esta idea debe vislumbrarse desde un punto de vista relativista porque lo relativo no equivale a lo no necesario, pues lo relativo sí puede llegar a ser considerado necesario. Un ejemplo aclarará mucho: para hablar de una existencia humana es necesario hablar de un ser que posee; pero esta posesión es relativa, es decir, cierto ser humano puede o no tener un automóvil último modelo, lo cual es relativo, pero sí es necesario que posea algo, por mínimo que sea. Hay una relatividad en las posesiones, pero hay también una necesidad en la posesión. Lo óntico se refiere precisamente a esa relatividad, no a la necesidad.

Lo ontológico se refiere, como su nombre denota, a la necesidad, a lo que irremediablemente está presente en la estructura del Desein. Una existencia humana necesariamente tendrá ciertas características que se encuentran en todos los hombres posibles. Aquí es donde una metafísica u ontología del mal llega a su momento decisivo, pues propone que hay una valoración del ser del hombre, o sea una valoración del hombre desde el punto de vista ontológico.

Por ello es necesario revisar cuál es el ser del hombre según esta metafísica del mal. Como ya se dijo, el ser el hombre se refiere a lo que está presente en su estructura; son las características o aspectos que todo hombre tiene por el hecho de ser tal. Con ello, se podrá realizar una valoración de esa estructura; esta valoración es negativa para la metafísica del mal. En este momento se destacarán esas características estructurales y se propondrán como aspectos negativos o malos; de esta manera se apreciará la tesis de esta metafísica.

La primera característica de la existencia humana es que ésta es un ser-para-la-muerte (in-der-Welt-sein, como lo llama Heidegger). Toda existencia humana está destinada a encontrar la muerte. El ser, en este sentido, es mortal. No importa qué se haga o deje de hacerse, la muerte siempre estará ahí para señalar el fin inevitable e ineludible del hombre; la muerte es lo único seguro y, evidentemente, se encuentra en toda existencia humana posible. Ahora bien, la metafísica del mal distingue en este rubro dos tipos de muerte, de acuerdo al pensamiento de Julio Cabrera. La muerte puede ser o óntica (o puntual para Cabrera) u ontológica. La muerte óntica es el momento, situación y modo concreto en que cesa la vida. La muerte ontológica, por otro lado, es estructural y está presente en toda existencia humana. La muerte óntica carece de importancia para la metafísica, pues se refiere a lo accidental de la muerte, o sea, a lo que puede ser de una manera u otra, pero que necesariamente es, lo cual es ya la muerte ontológica.

Esta muerte ontológica produce en la existencia humana concreta un sufrimiento muy sui generis, y que es llamado dolor ontológico-espiritual. La muerte no es considera per se por ninguna existencia humana concreta como algo apetecible o deseable. La muerte puede ser deseable solamente desde el punto de vista óntico, es decir, cuando la vida y circunstancia de una existencia humana concreta se ha vuelto indeseable, la muerte se manifiesta como una salida apetecible y esperanzadora, en cuanto que libera a la existencia humana concreta del peso de la vida. Sin embargo, la muerte per se no la desea ningún ser humano. Ahora bien, la pregunta que aflora en este momento es: ¿qué sentido tiene venir a nacer para finalmente morir, si lo placentero de la vida es óntico? Lo placentero de la vida es óntico porque lo que produce ese placer no es necesario para todos los hombres posibles; piénsese en los hombres que nacen y mueren miserables, sin ninguna forma de escapar de esa situación en la que les ha tocado nacer. En cambio, tanto para el que tiene placeres ónticos como para el que no, la muerte estructural u ontológica siempre se encuentra presente, y nadie la desea por sí misma. Nadie quiere morir y por ello la muerte es negativa; además, como se dijo, la muerte es algo estructural y, por lo tanto, la estructura misma de la existencia humana es negativa.

La segunda característica de la existencia humana es que es un ser-en-decaimiento. El hecho de que el hombre crezca y se desarrolle tanto física como espiritualmente, es un asunto evidente y que no requiere mayor demostración que echar un vistazo a la vida de cualquier ser humano. Sin embargo, a lo que se refiere el decaimiento es a un proceso que va aparejado a ese crecimiento y desarrollo: es el proceso iniciado con el nacimiento (o concepción) de una nueva existencia humana, que es precisamente el proceso del morir. Ese morir va unido al proceso natural que conlleva: el envejecimiento. La existencia humana a cada instante está en proceso de desaparecer; está decayendo debido al envejecimiento y al morir. Todo ser humano es un ser que está muriendo, mas no está muerto. Hay una distinción fundamental: una cosa es morir, y otra la muerte. Sobre la muerte ya se habló, y es la primera característica esencial del ser del hombre; el morir es el proceso que lleva a la fatalidad, que lleva al suceso de la muerte. Ahora bien, ese morir es un proceso de descomposición, de disgregación y degradación, que es el envejecimiento. Este morir envejeciendo es una fase transitoria entre el ser y el no-ser, como diría Joachim Meyer. Ahora bien, cabe hacer la siguiente pregunta: si el hombre que está en proceso de morir envejeciendo se sitúa en una fase transitoria, ¿no pertenece al ser? ¿Pertenece más bien al no-ser? No habría que volver a caer en una nueva versión de la disputa entre Parménides y Heráclito; hay que distinguir, como ya lo hizo Aristóteles. El hombre en parte es y en parte no-es. El hombre es en cuanto su esencia, en cuanto cumple con lo que le compete como miembro de la especie de los seres humanos: sin duda es un ser-para-la-muerte, al igual que es un ser-en-decaimiento, envejeciendo en todo momento sin ninguna posibilidad de rejuvenecer físicamente. Pero el hombre también no-es, en cuanto que puede realizar una serie infinita de posibilidades con su existencia concreta. Pero, nuevamente, aparece la distinción entre lo óntico y lo ontológico. Lo referente al no-ser pertenece a la onticidad, mientras que lo referente al ser, evidentemente pertenece a la ontologicidad.

El proceso de morir envejeciendo pertenece a la ontología, a lo que es en todo momento, pues siempre está siendo en la existencia humana. No hay ser humano que no esté en este proceso de decaimiento o disgregación estructural. Ahora bien, las preguntas que vienen con su concerniente respuesta desde una metafísica del mal son las siguientes: ¿es acaso apetecible el hecho del decaimiento? ¿Alguien desea per se este proceso de envejecimiento? La respuesta a estas cuestiones desde la metafísica del mal es negativa. No puede haber alguien que, per se, desee envejecer, con todo lo que esto implica, pues tanto la parte física como la espiritual sufren un severo desgaste que atrofia la vida poco a poco.

La tercera característica de la existencia humana es la necesidad del dolor óntico. Ciertamente es el argumento más débil en cuanto que su contrapartida también es verdadera. Tanto el dolor como el placer ónticos son un elemento que constituye toda existencia humana. Es una necesidad que ambas existan, aunque puede predominar uno u otro, lo cual tiene que ver con la circunstancia que a cada existencia humana concreta le toque vivir. Cargando las tintas del lado del dolor óntico, lo que propone este argumento es que el hombre necesariamente tendrá que sufrir o doler frente a una cantidad inimaginable de objetos indeseables. Ejemplos de estos objetos indeseables, por llamarlos con un término muy general, son la pobreza, la marginación y el hambre. En la esfera de la posibilidad, como diría Rosmini, en un hombre indeterminado cabe cualquiera de estos tres ejemplos, o incluso todos en uno o diferentes momentos. Pero también es posible que no se den estos tres objetos indeseables que producen dolores ónticos. Sin embargo, se pueden dar otros más. Un ejemplo puede ayudar: hay que pensar en un hombre que tenga mucha riqueza, nadie lo discrimine y no sufra jamás el penoso hecho de tener hambre. Sin embargo, su estructura, a manera de existenciario heideggeriano, no le exenta de estar presente ante otros objetos indeseables que producen dolor óntico: tal vez la falta de amor sincero, el hecho de no tener una aguda inteligencia o no poder ejercer plenamente su felicidad (querer hacer algo diferente como sucedió en algunos reyes de la historia que no tenían el deseo de ser monarcas). Este argumento, como se aprecia, pende más del hilo de la posibilidad, aunque no está exento de necesidad. La necesidad estriba en que es necesario que toda existencia humana sufra uno o más dolores ónticos. El dolor óntico es, en términos kantianos, un a priori de la existencia humana concreta.

Con esta analítica puede apreciarse la tesis central de la metafísica del mal: el ser del hombre es el mal ontológico porque es una estructura o esencia destinada a la muerte, en el proceso de morir y que padece dolores ónticos. El ser del hombre, que aparece como un a priori, es decir, antes de toda experiencia, es el mal ontológico que los agustinos consideraban imposible. Pero San Agustín basó su filosofía en la idea de la bondad divina, la cual no podía crear algo que per se fuera malo, pues sería contrario a su summum bonum. Empero, al poner entre paréntesis una idea de esta naturaleza, la metafísica del mal propone algo completamente diferente. Cabe la posibilidad, sin embargo, de que alguien proponga una valoración distinta de las características de la existencia humana; en otros términos, puede ser que alguien valore que la muerte, el morir y el dolor óntico sean cosas valiosas y, aunque no equivalgan de todo, buenas y deseables (o sea, que alguien quiera la muerte, morir y sufrir dolores ónticos). Sin embargo, la apreciación de una metafísica del mal es que si se valoran positivamente la muerte, el morir y el dolor óntico, no es per se, sino por otras razones. La muerte, el morir y el dolor óntico se pueden querer no por ellos mismos, sino en razón de otra cosa. Sin embargo, esto último ya no pertenece al ámbito de la metafísica, que se centra en la necesidad y no en la contingencia (la contingencia, sin embargo, no es que esté fuera del ser, sino que no es substancial).

Estas serían las ideas principales de una metafísica del mal. Ciertamente existe la posibilidad de trasladar algunas de estas tesis a otros ámbitos de la filosofía, como la ética o filosofía moral y la teología racional. De hecho, en el texto citado “Ensayo de una ontología del mal”, ya se planteaba la idea de que la vida per se no es deseable, de acuerdo con el ser del hombre, al caso de la ética. No es éste el momento para plantear lo que algunos autores denominan la pregunta ética fundamental (en Albert Camus y Julio Cabrera), pero sí para indicarla por lo menos. También está la posibilidad de reflexionar aplicando las tesis de la metafísica del mal a la teología racional, aunque a mi juicio sería más como un divertimento, como sucede en algunos pasajes del Así habló Zaratustra de Nietzsche. Sin embargo, estos dos temas no entran en los límites de este trabajo y por ello se han dejado de lado.

Lo que se estableció como límite a este texto fue el hecho de plantear, de manera breve y esquemática, las tesis de una metafísica u ontología del mal, ahondando en algunas indicaciones previamente establecidas en otros trabajos, tanto para enriquecimiento de quien esto escribe como para mostrar algunas nuevas ideas al lector. Parece que el objetivo se ha cumplido por el momento, lo cual no quiere decir que la metafísica u ontología del mal esté terminada, sino que hacen falta rellenar algunos huecos y solventar mejor algunas afirmaciones. Pero ello no se puede realizar si no es con la ayuda del lector, lo cual no hace sino poner de manifiesto una idea muy arraigada de quien esto escribe: el filósofo, que es alguien que busca reflexionar ordenada y sistemáticamente sobre el ser o sobre alguna parcela de éste, necesita del diálogo con los demás. Un solo hombre no puede vislumbrar todo; necesita, por el contrario, de los demás para lograr ver, aunque sea con un poco más de claridad, las pequeñas cosas que causan admiración, tal como diría el mantovano Virgilio.

Bibliografía

BUGANZA, Jacob, Metafísica del mal demostrada geométricamente, Ediciones Verbum Mentis, Córdoba (México), 2003.

BUGANZA, Jacob, Fragmentos filosóficos, Ediciones Verbum Mentis, Córdoba (México), 2004.

BUGANZA, Jacob, “Ensayo de una ontología del mal”, en: Revista de Humanidades, No. 18, Tecnológico de Monterrey (Campus Monterrey), (2005).

VIRGILIO, Geórgicas (traducción de Tomás Recio García), Editorial Gredos, Madrid, 2000.



[1] Ediciones Verbum Mentis, Córdoba (México), 2003.

[2] En: Revista de Humanidades, No. 18, Tecnológico de Monterrey (Campus Monterrey), (2005).

[3] También quiero dejar asentado que hubo otros artículos breves en donde he tratado el tema, al igual que algunas réplicas sobre el asunto que han hecho otros autores, entre los que destaca el texto de Marco Antúnez Piña, “Entre la maldad y el fracaso ontológico”. A este último, yo repliqué en mi artículo periodístico, “El fracaso ontológico”, recogido en mi libro Fragmentos filosóficos, Ediciones Verbum Mentis, Córdoba (México), 2004, pp. 109-115.

[4] BUGANZA, Jacob, “Ensayo de una ontología del mal”, art. cit., pp. 187-188.

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