martes, 13 de noviembre de 2007

La tierra del vacío: la región del dolor, la región del olvido



Marco Antúnez

Mas quem sou eu? Nâo mereço
Isto feito, me abismarei na contemplaçao de Deus e de sua glória,
esquecido para sempre de todas as delicias, dores, perplexidades
desta outra vida de aquém-túmulo.
Manuel Bandeira

La tierra lleva en sus profundidades la morada de los muertos. No importa si se trata de convicción, tradición o rito instintivo de las tribus: el cadáver no debe ser devorado por las rapaces, y devolverlo al polvo de origen, a la oscuridad que lo vio nacer, es el método más recurrido en el orbe. ¿Acaso se trataba del temor por encontrar el mismo destino que sus antepasados, anegados a la putrefacción?; o ¿sencillamente se escondían los desechos corporales por su fetidez, para ocultar la desolación e indigencia corporal a la memoria de las comunidades? ¿Se trataba de simple salubridad, tal vez? Algunos recurrieron al fuego, abandonándose a la disipación de sus cenizas en el viento; otros más a la momificación y la arquitectura funeraria; pero el asunto era el mismo: el verdadero hombre no podía yacer menospreciado, de modo alguno, entre los vivos. La muerte sobrelleva honor: un paso al hondo oscuro que se abre de pronto, el acceso al mundo de la incertidumbre o la iluminación anhelada.
Pero la tierra no sólo aloja muertos, sino que se trata de muertos que persisten en su desastre eternamente: la virtud del difunto es su aproximación al infinito («¡Repta hacia la tierra, tu madre! ¡Ojalá que ella te salve de la nada!» —Rig Veda, X, 18, 10). Una nada infinita, o un todo infinito: evocación del vacío o canto terreno de la vida perenne. El problema radica en saber cuál de los dos nos depara la muerte: el reino de los justos o el de los indignos. No hablamos, pues, de un ave que pierde la vida al planear y que desciende en picada al suelo, sino de un ave que sólo vuela cuando ha muerto: para el hombre que no cumple con su parte, que desperdicia la dote que comporta la sola vida y el talento de pensarla animal o humanamente (la primera la más digna), el castigo que le espera de frente es poco esperanzador. Nos referimos a la vida —o la muerte— después de la muerte. Nos referimos al horror y el abandono: los últimos escollos del alma consumida, el temor a la continuidad inmerecida.
La epopeya del Gilgamesh es el primer texto que plantea la tragedia humana de la busca incesante de inmortalidad corporal como afrenta al destino celeste, así como máxima inquietud y avatar fundamental del ser humano, y también es el primer testimonio que señala a la inmortalidad como responsabilidad del sujeto interesado: ser autor de una obra memorable, que persistirá en la conciencia de aquellos que se maravillen de su sola estampa, es la tarea del hombre.
La mortalidad no detendrá el paso de su ser, sino que le devolverá el misterio, esta vez compartido con la tierra, por la propia manufactura del ser humano. La transformación de la realidad; he ahí el verdadero culmen de la paz: el mundo nacerá con la marca invaluable de nuevas protuberancias rocosas, matices, colores, nuevos túneles de luz en montañas artificiales finamente decoradas, en restos de garabatos, de firmas en las vasijas, de rostros reflejados en la piedra. Es la piedra entonces un recuerdo del individuo y la tierra, un presente prolongado entre el hombre y el mundo hasta que la erosión los separe; un cuantioso bosque de piedra que simula un ejército de postrados que (re)niegan su caída, que se rebelan y luego descansan en el derrumbe: la vida del hombre es, en todo caso, un fracaso ontológico que se solaza en su perecer, que hace, de su ruina, un arte. Es el oficio del descenso, por llamarle de algún modo. «La vida del hombre sobre la tierra es una perpetua guerra» (Job, 7:1), y cada batalla es una afrenta contra el destino, una reconciliación —o profusa negación— con la insignificancia de la propia existencia. Es la existencia lo que le va en juego al ser humano, sabedor del devenir: la consciencia de algo más vasto; acaso apenas la memoria o el ojo de un cuerpo inefable.
La mitología de todas las culturas ha planteado la existencia de una «morada de los muertos», e incluso diversas estratagemas para la pervivencia del espíritu en el «Otro Mundo», al que se subdivide en cuatro regiones: a) plenitud o felicidad; aquí se ubican todas las formas gratas de vivir tras la muerte (Paraíso, Nirvana); b) rehabilitación; la zona donde los espíritus se recuperan (Purgatorio); y dos zonas que despiertan sospecha, miedo y tensión moral: c) la del dolor, y d) la del olvido. Las dos primeras tienen la esperanza de la tranquilidad después de la muerte. Las últimas dos no: evocan la sensación del no ser en sus expresiones más espantables, a saber, la imperfección de las almas (su disposición al daño y el sufrimiento, verbigracia) y la nada, la separación absoluta del ser, manifiesta en la anulación del paso sobre el mundo. Borges anticipa su preferencia por la disipación en el polvo, citando a Quevedo; pero su petición es análoga a la paz del durmiente, más que al deseo del olvido. (Acaso el hartazgo es más profundo que el temor a la muerte.)
En el principio, el castigo era la nulidad terrestre, el olvido del colectivo humano o la revocación de la huella de entre los seres que lo circundan: todo acto derogado de los registros de la caverna; o bien, la ceguera de los habitantes de la caverna, compartida al «Alma Universal» (el Ser en los inicios animistas de la religión). Se trataba de una supresión del hecho físico que sirviera al enemigo como constancia ante divinas autoridades, ante la potestad del infinito —conocida o desconocida, siempre como pálpito de lejanías o silencio de la llama—. Mas el reino no tenía fronteras que dividieran el espacio entre «buenos» y «malos»:
He ahí lo peor de cuanto pasa bajo el sol: que haya destino común para todos;
así, el corazón humano carga pleno de maldad, y lo habita la locura mientras vive, y su final, con los muertos…
Pues mientras uno sigue unido a los vivientes tiene partida segura,
pues vale más perro vivo que león muerto,
porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos, no saben nada,
y no hay ya paga para ellos, pues se perdió su memoria.
Tanto su amor como su odio, sus celos, ha tiempo que pereció,
y no tomarán más nunca parte de cuanto pasa bajo el sol.
(Qóhelet, 9: 3-6)
La causa de que buenos y réprobos persistan en la vida, es la evasión del horror que despierta la posibilidad de que el espíritu se anule. Para los réprobos no existía, como se creerá más tarde, una antítesis material del Paraíso, sino una erradicación de toda huella, como intuyó el emperador de la dinastía Quin, quien ordenó la destrucción de todos los documentos que testificaran la historia y las personas que lo precedieron. El infierno por entonces tenía tintes de un estado non grato en un limbo lejano y ajeno, donde algunos sufrían dolores y espantos, mezclando a espíritus de diverso talante y desemejanzas morales.
Llegar a salvo tras la muerte no es tarea fácil. Hay que llevar dos monedas para el Caronte, dicen los griegos. Esto es algo que se puede solventar, claro está; pero los egipcios, por ejemplo, concebían el trance como algo más complejo, e idearon un manual y cortejos fúnebres especiales para la ocasión. Tal vez uno de los trances más fantásticos que se han documentado.
La conservación del cuerpo también es una nota mortuoria presente en muchas culturas. Con esta necesidad nace una de las artes forenses —y alquímicas— más significativas: el embalsamamiento. Este negocio llegó a ser muy lucrativo entre los egipcios. Incluso, para este mercado, los embalsamadores confeccionaron catálogos miniatura, modelos de momias a escala. Ya desde entonces, una persona podía escoger cómo quería a su muerto para el entierro.
Lo importante era llegar. Luego, terminar en el lugar adecuado. La ventaja para los muertos era el descanso del cual gozaban mientras se encontraban en las profundidades de la tierra. Pongamos el caso concreto de la invocación desde el más allá bajo la tradición judeo-cristiana, atendiendo a una situación entre el fallecido Samuel y Saúl.
El muerto reposa; pero ante la ruina de su pueblo es evocado desde su tregua de mundo, un sueño persistente y perpetuo de serena dulcedumbre, de silencio: «“Veo un espectro que asciende desde el seôl”, dijo la anciana. Saúl le preguntó: “¿Qué aspecto tiene?” Ella respondió: “Es un hombre anciano que sube envuelto en su manto.” Comprendió Saúl que se trataba de Samuel, y se postró con el rostro al suelo. Samuel habló a Saúl: “¿Por qué me perturbas evocándome?” Saúl contestó: “Me abruma gran angustia; la guerra se mueve hacia mí por los filisteos, Dios me ha abandonado, y no me responde ni en boca de profetas ni en los sueños. Te llamo de entre los muertos para que me indiques lo que debo hacer.”» (1 Samuel 28:13-16).
Dormir y no soñar es vivir sin misión, es un (no) vivir en el vacío. Así, en castigo al apóstata Saúl, todo el pueblo se ve inmerso en un escarmiento terrestre donde los filisteos tomarán al pueblo de Israel. Aquel que viene de entre los muertos sólo corrobora lo que de antemano dictó la palabra de Dios. Su mensaje es desolador, carente de paz. Hay, sin embargo, una peculiaridad: Samuel, quien sí obedeció los preceptos de Yahweh, descansa en su sueño fecundo de tierra, preparando la leyenda del Cristo que bajará para despertar a los muertos.
El castigo tiene dos manifestaciones, que corresponden a quienes desobedecen o afrentan a Yahweh (Saúl verbigracia), como lo atestiguará más adelante el libro de las Lamentaciones: a) flagelaciones y desastre, ya como heridas en los sujetos o represiones y pérdida de la libertad para gozar de las promesas divinas, un cese de la providencia con repercusiones sociales dirigidas al «pueblo del Señor» ante la insubordinación o la disidencia —sea el caso de una situación como la guerra.
b) En el caso del dolo espiritual encontramos un silencio que se hermana con el desamparo. El silencio, en este punto, es el más lastimoso de los castigos, e incluso una tortura social comúnmente aceptada (la famosa «ley del hielo»); y ¿cómo no podría serlo si Dios mismo la ha empleado con sus hijos más amados? Se trata de una ausencia de misterio. El hecho mismo de que Dios no se manifieste en sueños prevé un letargo en blanco, un dormir llano, sin voces, sin recuerdos, sin intuiciones ni enigma y, por lo tanto, sin insinuación de sacralidad. Soñar siempre ha sido la mayor de nuestras virtudes.
Es hasta que Dios se in-corpora (se hace uno con un cuerpo) y se encuentra hendido por la calamidad de la carne que el muerto es levantado de su sueño, para perdón no sólo de los pecados, sino para tener en plenitud lo que el sueño nos ofrece:
El seôl, allá abajo, se estremeció por ti
saliéndote al encuentro;
por ti despierta a las sombras
a todos los jerifaltes de la tierra:
hace levantarse de sus tronos a los reyes de todas las naciones.
(Isaías, 14:9)
O bien:
Yahweh da muerte y vida,
hace bajar al seôl y retornar.
Yahweh enriquece y despoja
abate y ensalza.
(1 Samuel, 2: 6-7)
En el sospechoso libro de la Sabiduría, más griego que hebreo, se reitera esta omnipotencia thanática de Dios:
Pero tú tienes el poder sobre la vida y la muerte,
haces bajar a las puertas del Hades y de allí subir
(Sabiduría, 16: 13)
La promesa de la resurrección de las almas es explícita, en el Antiguo Testamento, sólo al final, en el libro de la Sabiduría. (Hay quienes no aceptan su inclusión en el corpus bíblico por diversos argumentos que, simplificados, se reducen a problemas de doctrina y filología.)
El poder divino se hace patente incluso en aquella oscuridad, en esa mansión silenciosa de paz o dolor, según sea el caso, consolidándose como un Dios vivo, por oposición a las imágenes carentes de movilidad que adoraban las culturas aledañas: «¿qué hombre ha oído como nosotros la voz del Dios vivo hablando del medio del fuego y ha sobrevivido?» (Deuteronomio, 5: 26). El profeta Amós, en la caída del santuario, narra la siguiente visión:
Vi al Señor de pie junto al altar
y dijo: ¡sacude el capitel
y que se desplomen los umbrales!
¡Hazlos trizas en las cabezas de cada uno,
y de lo que de ellos quede lo mataré yo a espada:
no huirá de entre ellos un solo fugitivo
ni un evadido escapará!
Si fuerzan la entrada al seôl,
mi mano de ahí los tomará;
si suben hasta el cielo,
yo los haré bajar de ahí
(Amós, 9: 1-2)
Dios es un justiciero cuyos heraldos portan mensajes de ira celeste para quienes agravian la ley o el credo divino, y cuya mayor pena es la muerte después de la muerte. Así que, por contraste al castigo del vacío perenne, se contrapone la esperanza del justo:
Pues no has de abandonar mi alma al seôl
ni dejarás a tu amigo ver la fosa.
Me enseñarás el camino de la vida,
hartura de goces delante de tu rostro,
a tu derecha: delicias por siempre.
(Salmos, 16: 10-11)
En el libro de Números (16: 25ss) se narra el castigo a Datán y Abirón por haber incurrido en delito. El castigo radica en que la tierra engullera a todos los habitantes de la casa de Coré y, sin quitarles la vida, hundirlos en el seôl —es decir, vivir despiertos eternamente en las sombras de la tierra. El suelo bajo sus pies se abrió y los hombres de Coré sucumbieron ante la ira de Yahweh; el resto de los sancionados ardieron en llamas (primera insinuación del calor infernal como método para la tortura de los impíos, no sólo como purificación) arrasando consanguíneos y agregados: no son los demonios sino Dios mismo quien atormenta a los réprobos en el fuego eterno. (En este punto del Antiguo Testamento, Yahweh todavía no distingue entre responsabilidad individual y castigo grupal. Las maldiciones se siguen cargando generación tras generación. Será hasta el profeta Ezequiel que se distinguirá entre la culpa del padre como ajena al hijo.) Jacob, en el Génesis, llora a José ante su fingida muerte, asistida por los hermanos del «Soñador». Su dolor es hondo y Jacob pretende bajar «en duelo hasta el seôl» para encontrarse con su hijo (Génesis, 37: 35). Pero ¿cuáles son los textos del Antiguo Testamento que nos permiten formarnos una idea doctrinal del infierno?
Los textos más explícitos son el Libro de Enoc y el Apocalipsis de Baruc, dos textos apócrifos. El primero le da situación geográfica y una visión proverbial en la que se ven inmiscuidos ángeles benefactores que conducen al profeta por sendas plagadas de tinieblas. El segundo, por su fiereza en la anunciación de los castigos por venir. En el libro de Daniel (12: 1ss), sin embargo, se anuncia el levantamiento de los muertos, «unos para la vida eterna; los otros, para vergüenza y confusión perpetua». La geografía del «Infierno» de Dante reconoce cuatro ríos: el Aqueronte, la Estigia, el Flegetón y el Cocito. Consisten en cauces cenagosos de hielo y sangre. Toda claridad es ausente en estos dominios, lo que subrayala incertidumbre y el vacío, el misterio y la tensión de los muertos.
El seôl, en suma, era más bien un depósito de durmientes y no una condena o sufrimiento perpetuo. Lo que diferenciaba a un justo de un condenado, era el modo de habitar este inframundo: unos pernoctando (felicidad), otros con pesadillas (dolor), y otros más despiertos y solos en la oscuridad (olvido). En cierto sentido, esta tradición es semejante al Hades griego. Ésa fue la razón por la cual la Iglesia Católico-Romana ha creído pertinente preservar el libro de la Sabiduría: el libro consiste en una reconciliación entre los extranjeros (Grecia) con la cultura hebrea en temas tales como la vida después de la muerte. Es un juicio poco sólido, pues el hecho de que exista algo análogo a la base fundante de una religión no significa que deba validarse, aunque la tradición lo permita. El argumento de la «apertura» es endeble, y Sabiduría, siendo honestos, no debía pertenecer al conjunto de libros sagrados, sino al conjunto de documentos coetáneos al crecimiento de la religión hebrea.
El Antiguo Testamento sí habla de un infierno, pero no en el sentido actual, sino en uno etimológico: infernus significa, literalmente, «lugar de abajo», o bien, «allá abajo». Carece de todo sentido punitivo o doliente: los castigos a quienes injurian y afrentan a Dios son terrenales, y terminan con una vida de oscuridad en la misma región que habitan los justos.
En Mesopotamia, cuna de las creencias judeo-cristianas, se pensaba que la bóveda celeste tenía un equivalente en los centros de la tierra. Este cielo pagano, reprendían los judíos, era dominado por el Dios Único y Omnipotente. Así, garantizaban la supremacía de su dios, cuya morada eran los cielos «de arriba», que controlaban los de abajo.
La cultura China tenía igualmente su «reino de los muertos» que, por exigencias doctrinales, mutó en una versión del infierno occidental. Este reino se llamaba Di Yu (su equivalente japonés: Jigoku), e impera en sus adentros un rey de nombre Yama. Este reino está caracterizado por la supremacía de las sombras: consiste en un laberinto de mazmorras subterráneas, donde todas las almas son tratadas conforme a los pecados cometidos durante una vida. El alma, de frente a la siguiente reencarnación, es purgada en los calabozos, que ocultan igual un bosque que una cámara de tortura. Sus estratos corresponden al nivel de gravedad y recurrencia del pecado. El arbitrio está a cargo de diez jueces —a cada uno corresponde un pecado diferente—, cuya labor es evaluar y expiar a los condenados. Los martirios consisten en serrar a los pecadores por la mitad, decapitarlos, arrojarlos a un bosque cuyas ramas estaban plagadas por hojas con filos de espada (el Assipatravanna hindú), cortarse en pedazos al ascender por un tronco, o con la hojarasca del suelo, para luego ser devorado por unos perros hambrientos y, una vez pagado el precio de una vida execrable, la deidad Meng Pol brinda un bebedizo del olvido, para volver al mundo material y renacer en la criatura pertinente.
En ambos casos, tanto en la cultura China como en la judeo-cristiana, podemos apreciar una exigencia al exterior: mantener a raya a todos los feligreses, demostrarles lo que les depara si no acatan las leyes, y hacerlo coextensivo a quienes rondan los parajes donde predomina dicha doctrina. Se trata de una busca de coherencia entre el derecho y la religión. El problema es que originalmente el proceso iba de lo religioso a lo legislativo, y no viceversa. La culpa de esta inversión de valores se debe al predominio de los perfiles intelectuales del filósofo y el jurista.
Las creencias filosóficas de la Grecia clásica influyeron sobremanera en los comentaristas y patriarcas de la religión cristiana, así como en sus contemporáneos hebreos, confrontados con un mundo acostumbrado a la claridad y las respuestas lógicas antes que al misterio —con sus excepciones, claro. Aunque la cultura helena provenía de las mismas raíces que las otras civilizaciones, su adiestramiento en la palabra era diferente (por mucho) al de Medio Oriente. Las leyes que antes eran mandato divino, ahora podían inferirse con el uso de la sola razón; así que los métodos para acceder a la verdad, cuando las artes adivinatorias no les eran concedidas al individuo, eran tanto o más precisos que los crípticos acertijos de los magos. Por lo tanto, cuando se topaban con religiones desconocidas, exigían más de lo que podían dar, y cometían el error categorial de argüir filosóficamente donde debía escucharse «con el alma» y la tradición. Lo mismo sucedió con China y otras culturas aledañas: sus tradiciones mutaron por la influencia del ardid sistemático de Occidente durante el medioevo. Ahora, concentrémonos en lo que sucede en el infierno judeo cristiano.
Enfrentados a esta realidad, judíos y cristianos comienzan a crear un nuevo imaginario basado en reinterpretaciones y adaptaciones al lenguaje (y la lengua) de sus adversarios. Es la literatura apocalíptica la que inserta el entorno infernal que hoy concebimos y que educó en el miedo a los fieles de la Edad Media. El ambiente está plagado de brasas, gusanos, dragones, etcétera. La visión más reveladora de todas pertenece a un pasaje del Apocalipsis: «no tendrán reposo, ni de día ni de noche, a los que adoran a la bestia y a su imagen» (14: 9ss) —nótese la importancia de carecer de descanso, emparentado con sumergir a los hombres de Coré «vivos» al seôl—. La ubicación es en el fondo de la tierra:
Mas los que tratan de perder mi alma
caigan en las honduras de la tierra;
sean pasados al filo de la espada, y que sirvan de presa a los chacales
(Salmos, 63: 10-11)
La contraposición entre gozo y sufrimiento se hacen patentes. Los protegidos del Señor reclaman derecho a la felicidad y el martirio para el enemigo. He ahí la causa del nacimiento del infierno: la personificación del mal y la historia que le precede. Para ello, hay que desplazarse a la Edad Media.
La mayor parte de la demonología del medioevo se gesta bajo el auspicio de tradiciones orientales. Los bizantinos tuvieron entre sus líneas a los bogomilos, herejes prolijos en fábulas infernales (grimorum). Los textos apócrifos (Apocalipsis de Pedro y el Apocalipsis de Pablo) aportan las imágenes y casan el imaginario oriental con el griego, insistiendo en la universalidad y correspondencia con la «justa razón». De ahí, los intérpretes monásticos crean leyendas y superposiciones de símbolos y figuras, diseñando personajes y tipificaciones que persisten hasta nuestros días, que son vigentes en el imaginario del creyente cristiano, y que acercan la tradición a la gente. Después, se elaboran extensos catálogos de demonios, ángeles, e historias diversas de cómo es que se dieron cita todos ellos en el mundo de los muertos.
Comencemos por lo básico: Lucifer y Satanás; dos nombres que corresponden al rostro del mal. El primer nombre representa la soberbia. El segundo la ira. Belcebú, otro nombre del demonio monarca, es la gula. Tres rostros regulares en las maldiciones bíblicas. Se trata de un ser que, siendo la mayor de las joyas de la creación (Cfr. Ezequiel, 28: 13-15), se creyó a sí mismo Dios. Su soberbia no le permitió sentirse menos que su creador. Se trata de la primera afrenta no humana contra el Dios todopoderoso. Pero si el ángel insurrecto no fue aniquilado, ¿adónde fue a parar? No permaneció con el Señor, claro está. Tras la rebelión, fue expulsado del Reino de los Cielos. Y si la perfección de su Dios le estaba vedada, ¿qué otro recurso le quedaba, qué región merecía su talante?
Su morada está en la tierra. Habita entre los muertos como uno de ellos. Pero donde yacen los malditos está su imperio: todos los que desprecian a Dios componen su cuerpo, su séquito, su diversión; es en la región del dolor y el olvido donde puede recluirse.
Al perder todo sentido sagrado el seôl, hace falta mudar a los justos de los impíos, pues un nuevo señor de las sombras ha tomado el lugar por su casa. Así, cuando Cristo desciende a los infiernos para cargarse a los muertos no sólo «quita» sino también «se lleva consigo» el pecado del mundo, y devuelve la paz, dejando casi vacío el nuevo habitáculo del antaño ángel predilecto. Ahora, la soledad de Lucifer es la victoria del Dios encarnado. Esta es, a grandes rasgos, la mitología que caracteriza al infierno en el sentido cristiano. Otras culturas ya tenían sus infiernos —más bien purgatorios (el caso de los musulmanes, los chinos y los hindúes). Eran lugares de expiación, de purificación. Ninguno era una región habitada por la personificación del Mal, sino por males corporales, daños temporales para el espíritu. Ninguno congregaba al heraldo de la nada y la imperfección, de la corrupción. El inframundo cristiano es el primero regido por el mal y, claro, el único que realmente se decanta en el horror espiritual. Se trata de la re-fundación de un imperio en el cielo «de abajo», en los centros de la tierra, operada por un ser en busca de la nada.
Los judíos, vivos y muertos, siguen esperando al Salvador. Los que viven, para persistir en su existencia; los muertos, para regresar a ella. En su génesis, la religión no pretendía el relegare que Cicerón interpreta en los ritos y artes adivinatorias, pues entonces no se vivía en el supuesto de que el hombre podía tener injerencia espiritual más allá de la concedida día a día por sus dioses; por el contrario, se dedicaban a un honesto amor de entrega, de (re)unión con el infinito (nada, todo, y tal vez algo más), con un poder celestial evanescente: re-ligarse (religare) con lo eterno, con lo que puede continuar la vida a la espera de su descenso y benévola partida, con nosotros acompañándolo en busca de una tierra nueva, de un nuevo camino, de la simiente luminosa de prados sin olvido, acaso una simple desmemoria temporal, pasajera, a la expectativa de una recompensa que les confirmara que sí, claro, fue lo correcto, así estuvo bien; la certificación de haber actuado conforme a lo debido, sí, el modo adecuado, el verdadero amor, las creencias correctas, y que alguien lo sabe y al final de los días, cuando la errancia del hombre ya no lo acompaña, le demuestre con creces que su vida, su finita y minúscula vida, porción de tiempo acompasado, de vez en cuando temeroso, mantuvo el orden de la providencia y sus razones a salvo, en el lugar correcto, sí, donde todos podemos estar tranquilos. Imaginemos a una persona que espera esto al toparse con el vacío. ¿No es suficiente el horror, ya para el Ser, presenciar la agonía? El hombre sabe que sí. Por ello, necesita de un lugar donde sufrir eternamente, donde algo le confirme, aun en soledad, su existencia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Te leo y confirmo por qué me enamoré de ti.
Te quiero mucho
LMA

Anónimo dijo...

Diós santo!!, qué demonios es esto? Acaso en verdad pretende este texto ser un ensayo? Y éstos son los "escritores xalapeños", pues muy bien eh, van por buen camino. Bah!