miércoles, 14 de noviembre de 2007

Tiempo de abrigar

Marco Antúnez Piña

The floor was swept and watered, the lamps were trimmed, fuel was heaped upon the fire; and the warehouse was as snug, and warm, and dry, and bright a ball-room, as you would desire to see upon a winter’s night.

Christmas Tale, Charles Dickens

Hoy, el estado del tiempo presagia una actitud aletargada en la ciudad. El frío, la niebla, la lluvia, el vaho; señales de un inminente invierno y un otoño que desfallece. A falta de sombras en la calle, las criaturas diurnas se comportan como si la noche mantuviera su imperio mientras discurre la tarde. El horizonte desaparece o se torna nubes, negrura de pronta lluvia; el aliento de nieve de montes, barrancos y montañas, toma las avenidas, moja los cristales, empaña los espejos, las gafas. (Ni modo, a hibernar como osos.) Algunos, por cobardía, comodidad o necesidad, emigran a lugares más cálidos, en busca del sol que ya no llega al altiplano, de arenas y paisajes abiertos, de rumores eróticos, del sudor de las costas. Ahí las mujeres gozan de su prolija popularidad y del deseo que son objeto: ellas son las diosas de los mares, pues a ellos pertenece su cuerpo. Nosotros tenemos que justificar nuestra nostalgia por la playa, nuestra búsqueda de la orilla que separa nuestros pasos del infinito, representado por aquel desierto cuya majestad descansa en las olas. Los pocos montaraces que afrontan el cielo gris con abrigos, paraguas y chocolate caliente —aguardiente y caña los underground— tienen la oportunidad de asumir el cambio de carácter, bebidas, accesorios y modos que identifican a la época. Así, en el zócalo de las ciudades aparecen sujetos con atuendos londinenses, mezclas de estereotipos franceses & ofertas “totalmente Palacio”, y uno que otro desorientado que, sin procurar un mínimo de armonía, sin gusto ni disgusto en el atavío, de personalidad evanescente o ignorada, igual usa una gorra con abrigo y botas de hule que saco, camiseta, mezclilla y sombrero de paja. Los acaudalados y los “fresas”, lucen sus prendas de marca más coquetas, quejándose cada vez que tienen ocasión, con cierto aire ñoño, de la inclemencia del clima, de las pozas en los estacionamientos, la ausencia de “ambiente” para fiestas; los demás… bueno, hacemos lo que podemos. Disfrutar de una tarde con orejas y dedos tiesos es la especialidad de la casa. Aun sin el calor del hogar, algunos sabemos disfrutar la seguridad de un techo, de un pan caliente untado con matequilla, de una conversación sosegada, con un tarro lleno de alguna infusión vaporosa avivándonos las manos. El ambiente somos nosotros; el clima no es excusa para disgregarnos, por el contrario: la tertulia nos cobija en el seno de una fraternidad, tan quimérica como fugaz, pero holgada en calidez humana.

Los cafés y las pastelerías se atestan de clientes: azúcares y cafeína apremian para mantener el motor andando. La calle simula una pasarela de bufandas. La precoz Navidad comercial y sus lucecitas pintan de colores el pálido lienzo de los bazares. Rostros diversos se ocultan dentro de las pieles hurtadas, de los sintéticos y las telas. El hogar es un sitio de recogimiento, una estufa para varios —o sea que en estas circunstancias, sólo son racionalistas los solteros (cfr. La segunda parte del Discurso del método—. Muchos se dejan crecer el cabello. Las compañías de cigarrillos dan gracias al cielo tanto como los fabricantes de edredones. Las ubres de las vacas se hinchan, las pobres mugen de dolor y si no dan reparos, es a causa de que están entumidas. Los gorditos se mofan de los flacos que tiritan sin parar. Los flacos que tiritan sin parar, ni siquiera se sienten aludidos. Sencillamente no escuchan, pues en sus oídos anidan pequeños témpanos.

Parece entonces un buen momento para visitar a ciertos alquimistas, sólo para comprarles un brebaje contra el entorpecimiento corporal (un vinito, un té negro, ponche de frutas; lo que guste su merced, sólo pídalo), meterse a la cama con lámpara al costado, leer algún libro, ver una película, una buena serie de televisión, y dormir como un bendito. Hay quienes sencillamente no salen de la cama.

En el Seminario Mayor de Xalapa, el frío se cuela por las paredes de ladrillo, se acumula en las piedras; nadie tiene permiso de usar calefactores, y quien se sienta incómodo en esa situación, más le vale tener un cobertor extra por las noches; los salones se transforman en neveras, y el mejor momento de la mañana y la tarde, es cuando todos acuden a tomar café al comedor. Ahí adquirí la costumbre de acercarme a la boca de la olla, más que para ver mi reflejo en el líquido, para sentir los vapores, fantasmas del calor, acariciándome el rostro.

Durante esta estación, solemos buscar el resguardo de aquello que nos brinda un placer sereno. A mí se me antoja, por ejemplo, Dickens y las empanadas de mi madre. Sus inviernos literarios, aunque nevados, me parecen familiares, honestamente citadinos, y me recuerdan algo del hogar que se mezcla con el fantasma del asma y el sabor de una pasta recién horneada, cuyo manjar interno desnuda un poco de la calma y la seguridad que brindan los padres (“Veamos, haga memoria: un invierno de hace doce años nació en el hospicio un muchacho paliducho que más tarde fue aprendiz de un fabricante de ataúdes y que luego se fugó a Londres...” —Oliver Twist—, “[…] la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto.” —Historia de dos ciudades); Chéjov, por sus cuentos de sombras que rondan la noche, que terminan confesando sus penas a caballos, personajes abrumados por la crudeza glacial de un invierno ruso que no cesa, que sólo recrudece la sensación de orfandad, es una herencia paterna de sólida temperancia e inagotable fuente; T. S. Eliot y su “Viaje de los Magos”, traducida por el Lord Sith Ramón Rodríguez, de la mano de ciertas borrascas de Prufrock, un desdichado que nos refresca con sus dolientes timideces; Rilke, sobre todo el de las Elegías: la sola idea de su aislamiento, de la estancia en el castillo, el fervor espiritual, el dolo de la infancia, la cadencia pausada mas energética que mana de sus versos, sus anunciantes celestes, espectros de la conciencia… todas esas cosas de su poética que poco o nada tienen que ver con el invierno, pero que a mí me encanta leer cuando estoy en mi habitación aterido de frío, no sé por qué. Quizá porque mi radio ya no suena. Sin embargo, ¿a quién le importa todo esto?; hay tantas cosas en el mundo… como la infelicidad de Borges, por ejemplo.

Tal vez la TV sea la mejor opción —y la más popular—; y, si tienen el privilegio de la TV de paga, no haría daño un programa diario de History Channel o Discovery tras un pequeño escancio de The Simpsons, South Park, Frasier, Desperate Housewives, o algún otro programa tan recreativo como crítico. Seinfield; casi me olvido de Seinfield. La autocrítica feroz de la sociedad norte-fronteriza goza de una vena lúdica que ya pocos autores mexicanos —excepto por algunos sureños—tienen la virtud de blandir entre sus recursos más preciados.

(Estas últimas sugerencias obedecen a un principio que me parece fundamental: si vamos a holgazanear, “es mejor saber muchas cosas inútiles a no saber nada”, Séneca dixit.)

Ojalá todos pudiéramos dormir con quien deseamos a nuestro lado. Otros quisieran tener a alguien a su lado. La soledad tiene la desventaja de ser un síntoma ya regular de autoflagelación procedente de un desdoro a cuanto rodea al sujeto. Tengo una tesis al respecto: la culpa la tienen los existencialistas y las lecturas avocadas a la estigmatización. Pero no, ni siquiera somos Rimbaud o Vallejo:

Todos saben que vivo,

que soy malo; y no saben

del diciembre de ese enero.


Pues yo nací un día

que Dios estuvo enfermo.


Hay un vacío

en mi aire metafísico

que nadie ha de palpar:


el claustro de un silencio

que habló a flor de fuego.

(César Vallejo, “Espergesia”)

Es más fácil sentirse un maldito al que el mundo no comprende que serlo. En realidad, pocos tienen el valor de ser uno entre los desdichados hasta sus últimas consecuencias. El egocentrismo al que incitan ciertas corrientes de pensamiento (el solipsismo queda excluido) nos impiden percatarnos de que uno no sufre tanto, que uno no es tan miserable como cree. Siempre habrá personas a las que les va peor que a uno. Somos imperfectos hasta para el dolor; pero nuestra negación de la imperfección llega a tal grado, que preferimos convencernos de lo contrario. Hoy nos ahogamos por desamores tempranos, porque nuestra vida “carece de sentido”. Eso puede ser cierto: puede suceder que nosotros decidimos retirar el don de darnos el sentido al objeto amado (lugar, actividad, persona, animal, etcétera). Algo es “el sentido” de las cosas cuando el sujeto ha decidido alienarse. Pero también puede suceder otra cosa: la vida sigue teniendo sentido, pero sufrimos de un abandono o un rechazo por parte del objeto amado. Así que la verdad sufrimos, tal vez, porque, o bien no le otorgamos el poder de dar sentido a la vida a un objeto que nos corresponda, o bien, porque no gustamos de buscar otro depositario. ¿Qué se siente un vacío cavernal en el ínterin? Es verdad. Pero nunca es tan grave como para morirse. No desde que el romance es un mito desencantado y desacralizado del Occidente europeo.

La verdadera soledad es tan dura que nos insinúa la muerte, convencida de que no la tomaremos. Y no la tomamos ni siquiera cuando el mundo nos ha abandonado.

Hay soledad en el hogar sin bulla,

sin noticias, sin verde, sin niñez.

Y si hay algo quebrado en esta tarde,

y que baja y que cruje,

son dos viejos caminos blancos, curvos.

Por ellos va mi corazón a pie.

(César Vallejo, “Los pasos lejanos”)

Ante un estado de depresión como el que abordamos, no es muy recomendable dejar entrar aves por la ventana —aunque sólo tratemos con tordos, estos pueden ser tan sugestivos como un cuervo—, pues cuenta la leyenda que nos atormentan reiterando nuestro irrevocable desamparo; y eso no resulta agradable. Es poco atractivo cuando te lo dice un completo desconocido. Menos aún si el desconocido es un pájaro.

Por cierto: ¿qué tal Todos Santos?; qué bueno, eso augura una Navidad candorosa. Venimos de los tamales y hacia los buñuelos vamos.

El viento remansa, escamoso de escarcha, la medianoche. El silencio anuncia misteriosos sortilegios, historias de amantes y viajes, de sueños, nacimientos y muertes. ¿Para qué sentarse a esperar otro verano? Este invierno me basta. Su aliento es más vaho. El sonido de la noche asesta su golpe con un arrullo: chipichipi ya anciano, acaso clásico en novelas de tipos alejados del mar, perseguidos por el olvido, la culpa y el escarnio. El frío, creo, seguirá siendo un buen pretexto para el ocio, la escritura y el sueño. Disfrutemos su gobierno: a partir de ahora el Sol no existe. Pero no se ha muerto, sólo anda de parranda.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Mmm, seguramente usted leyó el libro "El primer trago de cerveza" o no es así, la única diferencia es que esos textos son buenos.


Atte. Su peor enemigo

Anónimo dijo...

Y precisamente hoy, en un día así de frío, lugubre, nublado, húmedo y con sinusitis... al borde de la primavera; vuelvo a leer este texto que en su momento tuvo una taza de té negro con miel y que evitó que mis neuronas murieran de hipotermia y bajo una gruesa capa de mucosidad escarchada. Besos con musgo, humedad y mucho pero mucho polvo!

Anónimo dijo...

"..Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo..."

esto es lo único creible de tu discurso.